JON JUARISTI-ABC
Sólo la violencia llena el abismo entre la utopía y la tragedia
EN 1977, la Academia de la Lengua Vasca convocó las pruebas para la obtención de un recién creado título de profesor de eusquera (posteriormente sustituido por los certificados de aptitud expedidos por el Gobierno Vasco tras la puesta en vigor del Estatuto de Autonomía). Me presenté a aquellos primeros exámenes, y conseguí la acreditación, que nunca utilicé para nada. Ni siquiera la menciono en mi currículum.
Una de las partes de aquel examen consistía en desarrollar por escrito un comentario a la cuestión de si debía consentirse que en el futuro parlamento vasco, a la sombra del Árbol de Guernica, se sentaran gentes que no supieran hablar en eusquera. Obviamente, la cuestión era retórica. Se esperaba que los aspirantes al título contestaran que no (de lo contrario no habría tenido sentido plantearla). A mí me divirtió el asunto, y recordé en mi respuesta que ya en el siglo XVII, en la época de plenitud del régimen foral que Sabino Arana consideraba independencia con todas las de la ley, las Juntas de Vizcaya se negaban a admitir entre sus miembros a quienes no supieran escribir en castellano.
Las cosas no salieron como los redactores de la pregunta de marras querían. En el Parlamento Vasco, que no se reúne salvo en contadísimas ocasiones a la sombra del Árbol de Guernica, se sientan muchos parlamentarios, nacionalistas y no nacionalistas, que no hablan eusquera. Sin embargo, hoy encuentro aquella pregunta de 1977 mucho menos divertida que entonces. En primer lugar, ¿quiénes pensaban los redactores de la misma que debían consentir o no la presencia de no vascoparlantes entre los parlamentarios? No existía aún Gobierno Vasco alguno. Ni siquiera lo que sería, tras la aprobación de la Constitución de 1978, el Consejo Preautonómico que presidió el socialista Ramón Rubial.
Lo más piadoso sería suponer que los redactores de la pregunta pensaban en el Pueblo Vasco, es decir, en un pueblo vasco estrechamente identificado con la comunidad nacionalista vasca. Pero, como digo, esto sería concederles demasiado. Además, ¿cómo se podría «no consentir» activamente la presencia de gentes no vascoparlantes en el futuro parlamento vasco? ¿Quién podría no consentirlo? La pregunta equivalía a lo que se llama una
deixis en fantasma. Apuntaba a una ausencia muy presente en la conciencia de examinadores y examinados. Apuntaba, en definitiva, a los que ya entonces y durante los cuarenta años siguientes decidieron, no ya quiénes podrían sentarse o no en el Parlamento Vasco, sino quiénes podrían hacerlo en una cafetería de Andoain, por ejemplo, sin correr el riesgo de recibir un tiro en la nuca.
Y es que el nacionalismo puede parecer muy ridículo en sus pretensiones. Entre los enunciados de éstas, que generalmente provocan en los no nacionalistas un estupor que se resuelve en risa, y su impensable realización parece mediar, un abismo. Pero lo mismo sucede con todas las utopías totalitarias, que nunca se realizan de acuerdo con los planes de sus diseñadores, pero que siempre dejan detrás de ellas países destruidos y poblaciones masacradas, porque el hiato entre el sueño y la realidad se llena con violencia, con una violencia creciente que arrastra a las sociedades al caos.
Es lo que ha visto, con una clarividencia encomiable, el juez Pablo Llarena en los impulsores del procés secesionista: no ya la mera intención de cambiar el sistema político, sino la responsabilidad de haber puesto en marcha una insurrección violenta, de la que lo único bueno que puede decirse es que no ha producido muertes. Pero violencia sí, violencia insurreccional, porque sólo la violencia llena el abismo entre el sueño ridículo y su realización trágica.