EL MUNDO 04/07/14
SANTIAGO GONZÁLEZ
Lo de ayer en el Congreso fue como la batalla del Jaram, pero en plan incruento y con los actores cambiados. La Sala Constitucional acogía a la oposición, unida como una sola mujer contra la reforma Gallardón de la Ley del Aborto: diputadas, miembras del Gobierno andaluz, asociaciones feministas en plan corporativo y feministas por libre, sumaban más de un centenar de mujeres constituidas en gineceo a favor la libertad de las mujeres. La Sala Ernest Lluch fue el emplazamiento en el que se concentraron, como un solo hombre, las brigadas internacionales por el derecho a la vida. Hombres y sólo hombres, trajeados y encorbatados, procedentes de 16 países: parlamentarios, expertos, médicos, voluntarios contra el aborto.
Toda chapuza acaba inmortalizando a su autor, a despecho de las perífrasis en que hayan querido camuflarla. Así, la ley Pajín-Aído o el plan Ibarretxe. El aeropuerto de Castellón acabará llamándose Fabra y esta reforma legal terminará por ser conocida como ley Gallardón, si el PP no lo remedia, que no parece muy dispuesto.
La ley Pajín-Aído fue un disparate encomendado a dos párvulas en Derecho, en materia sanitaria y en política. Habría sido una buena ocasión para hacer una ley de plazos, siempre más objetiva que la de supuestos de 1985, que en la práctica era un coladero. Europeas en cuyos países estaba vigente una ley de plazos desde hacía décadas venían a abortar con 28 semanas y un certificado médico amigo que daba cuenta del peligro cierto que la salud física y/o psíquica que correría la gestante si llevara su embarazo a término.
El zapaterismo tenía una especial habilidad para buscarle las cosquillas al PP y quizá por eso definieron el aborto como un derecho, ofrecieron a las adolescentes la complicidad del Estado –«no se lo diremos a papá»– y añadieron la gratuidad al lote. El ministro de Justicia ha perdido una gran oportunidad para pasarle la garlopa a los tres excesos, ofrecer consenso y dejar una ley de plazos equiparable a la de los países de nuestro entorno.
Negada la asistencia de Gallardón desde el principio, se hacían cábalas sobre la posibilidad de que las brigadas internacionales contra el aborto recibieran la visita del ministro del Interior, en justa reciprocidad a la querencia que su colega de Exteriores muestra por el problema interno catalán. Finalmente no acudió ninguno de los dos.
Los dos debates eran incompatibles. Sólo tenían en común que al aborto ninguno le llamaba aborto. Derecho de las mujeres a elegir su maternidad en un caso –lo que es un asunto de naturaleza diferente al derecho a abortar–; crimen contra un individuo pleno en el otro. En la otra sala se llegaron a acuñar afirmaciones vistosas, como la de una médico de cuidados paliativos perinatales que se definió como «especialista en tratar el final de la vida justo cuando la vida comienza».
No sólo no hay posibilidad de un mínimo acuerdo. La reforma que se haga dejará insatisfecha a una parte de los votantes del PP y cabreará notablemente a todos los demás. Pero qué necesidad tenían, vamos a ver.