Editorial-El Mundo
DESDE QUE se comenzó a configurar como alternativa teórica y política a mediados del siglo XVIII, el nacionalismo ha utilizado la lengua como una de las principales herramientas de identificación nacional en torno a una idea excluyente de la cultura. El nacionalismo es lingüístico por definición, porque es en la lengua donde se encuentra el genio del pueblo, tal y como especularon los teóricos alemanes. Una idealización explotada también por los independentistas en Cataluña, cuyas pretensiones de secesión pasan por imponer una pretendida cultura propia que habría existido desde tiempos legendarios, y cuya actualización conduciría a la emancipación de un pueblo también teóricamente reprimido. Mitología que, aunque insustancial y falsa, ha resultado bastante efectiva para que el poder haya permanecido en Cataluña en las mismas manos desde la Transición.
Por eso no es de extrañar que el bloque soberanista haya reaccionado unánimemente ante el anuncio del Gobierno de hacer que se respeten los derechos de los castellanohablantes y se revoque de facto la inmersión lingüística. El idioma ha sido utilizado en Cataluña como una forma de rechazo a todo lo español y como un instrumento para la segregación. Invento del pujolismo, la inmersión lingüística ha sido mantenida de forma impune por todos los gobiernos que le sucedieron, incluidos los del tripartito. A pesar de la sentencia del Constitucional de 2010 sobre el Estatut, las del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña –dando la razón al menos en cinco ocasiones a los padres que denunciaron el incumplimiento de la ley– y de la inclusión del «mínimo indispensable» del 25% de asignaturas impartidas en castellano, el Estado se ha visto impotente a la hora de impedir que el catalán sea exclusivamente la lengua vehicular utilizada en los colegios. Por eso, aunque llega tarde, hay que felicitarse de la voluntad del Gobierno, que ahora puede utilizar la legitimidad que le otorga la aplicación constitucional del 155 para acabar con la impunidad lingüística del nacionalismo. Porque la conciencia independentista empieza a gestarse en la educación y se consolida gracias al abuso de instrumentos de propaganda tales como la televisión y la radio públicas.
Méndez de Vigo se comprometió ayer a garantizar el derecho de todos los alumnos a elegir la lengua vehicular que quieran en la enseñanza, aunque no explicó cómo lo hará. Sorprende que, después de tantos años, el Gobierno esté buscando desesperadamente la forma de hacer que se cumpla la ley en una comunidad autónoma. Porque se trata de eso, de hacer que se cumplan las sentencias y se apliquen las normas educativas. Hasta la formación de un nuevo Govern, hay margen para articular algún mecanismo efectivo que acabe con la segregación del alumnado por idioma. No se puede tolerar por más tiempo que desde las instituciones catalanas se vulnere la ley y se desprecie la jurisprudencia del Tribunal Supremo, que avala el derecho de los padres a elegir la lengua en la que deben estudiar sus hijos. La sediciosa política de hechos consumados aplicada desde hace décadas por la Generalitat está degradando la educación en Cataluña. No se trata sólo de un grave acto de deslealtad institucional, sino del futuro de varias generaciones a las que se les está privando de una educación de calidad, libre de sectarismos ideológicos.
El Gobierno debe evitar la tentación de utilizar esta batalla con fines electoralistas y ha de buscar el apoyo de los principales partidos constitucionalistas. Es mucho lo que está en juego. Es cierto que en pocas semanas no puede revertirse una política segregadora aplicada deliberadamente durante décadas, pero pueden darse pasos para que la situación vaya cambiando. La historia del siglo XX está plagada de ejemplos de ingeniería social camuflada de fomento de la identidad cultural propia. Ninguna cultura vernácula vale más que los derechos y las libertades del individuo.