EL MUNDO 22/12/16
EDITORIAL
HAY CUESTIONES políticas que, a fuerza de repetirse en cada legislatura sin que nadie se atreva en serio a abordarlas, se convierten en mantras en los que la ciudadanía deja de creer. Es lo que ocurre con los aforamientos de los políticos y otras autoridades del Estado. Hemos perdido ya la cuenta de las veces que hemos escuchado a portavoces de todos los partidos prometer que se va a acabar con esta anomalía democrática. Porque no es de recibo que en nuestro país existan unos 2.000 aforados entre cargos públicos y electos –amén de otros 15.000 entre jueces y fiscales–, mientras que, por ejemplo, en Francia sólo hay una veintena –los miembros del Gobierno y el presidente de la República– y en Alemania, ninguno. En el caso de EEUU, desde el presidente hasta el último de los jueces, todos son procesados llegado el caso en tribunales ordinarios. Cuando hablamos de aforados nos estamos refiriendo a eso: a personalidades que, en razón de su cargo, tienen una protección jurídica especial ya que si se ven inmersos en un procedimiento como investigados –antes imputados–, el asunto es dirimido en un tribunal distinto al que le correspondería a un ciudadano cualquiera. Y en el caso de los parlamentarios incluso hace falta que la Cámara a la que pertenezcan –Congreso o Senado– apruebe un suplicatorio para que el instructor pueda investigarles. Y no sólo por asuntos relacionados con sus funciones políticas, sino incluso ante posibles delitos completamente ajenos a sus cargos. Ya hemos visto las situaciones tan kafkianas que esto produce. Y redunda en el descrédito de las instituciones puesto que son privilegios sin justificación.