Miguel Ángel García Herrera y Juan Luis Ibarra Robles

Catedrático emérito de Derecho Constitucional de la UPV/EHU | Expresidente del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco

  • O la UE impulsa reformas y autonomía estratégica o quedará engullida en un área de influencia presidida por la defensa de los ‘intereses permanentes’ de EE UU

En la semana del 7 de abril, la coherente incoherencia de la política de Trump sobre los aranceles a las importaciones desencadenaba una vorágine de sucesos con graves repercusiones en el orden económico mundial. A pesar de su impostada firmeza, pocos días después Trump cedía a las presiones de las élites económicas y revertía sus erráticas decisiones durante 90 días. Aplicaba sin sonrojo la regla trumpista de no admitir los propios errores y justificaba su giro en dejarse guiar por el instinto.

Trump no es original con su estrategia económica arancelaria. Se puede verificar el frecuente recurso de Estados Unidos a la exportación de sus dificultades económicas mediante el endoso a otros países del coste de la superación de las crisis. Hay tres frases en la política estadounidense que expresan un marco general de comportamiento. La primera se atribuye a su sexto presidente, John Quincy Adams: «Estados Unidos no tiene amistades permanentes, sino intereses permanentes». La segunda tiene como autor al secretario del Tesoro John Connally: «Mi filosofía, señor presidente, es que todos los extranjeros quieren fastidiarnos y nuestro trabajo es fastidiarlos a ellos primero». La tercera es la reiterada observación de Henry Kissinger: «Ser enemigo de Estados Unidos es peligroso, pero ser amigo es letal».

Las tres definen una determinada forma de afrontar los problemas, confirmada en el primer trimestre del segundo mandato de Trump. Antecedente del empleo de la coerción como instrumento de la política económica internacional fue ‘la diplomacia del cañonero’ -la amenaza de bombardeo desde el mar- empleada por Estados Unidos a principios del siglo XIX para conseguir la apertura comercial de Japón a los productos estadounidense. En la misma línea, en 1971, el entonces presidente del país empleó la fórmula denominada ‘shock de Nixon’ para dinamitar unilateralmente la convertibilidad directa del dólar al oro, establecida en Bretton Woods al concluir la Segunda Guerra Mundial. Y en la década de los 80 Paul Volcker, desde la presidencia de la Reserva Federal, produjo una alteración interesada al alza de los tipos de interés con el fin de exportar la crisis inflacionista de la economía estadounidense.

Incluso puede añadirse, en 1985, el Acuerdo del Plaza impuesto por Ronald Reagan a los demás países del G-5 para la devaluación del dólar frente al yen japonés y al marco alemán. Sin embargo, la productividad e innovación de Japón y Alemania acabaron alterando la correlación de fuerzas. Estados Unidos perseveró desde entonces en una espiral creciente de comercio asimétrico, de succión del ahorro mundial para mantener la posición privilegiada del dólar y conseguir financiar una deuda pública que, a pesar de las alarmas, crece imparable. Una deuda pública que Washington necesita para costear su ejército, financiar su déficit presupuestario y mantener un consumo interno alimentado por las importaciones.

Trump, «ebrio de orgullo y poder», implementa unos aranceles, «absolutamente absurdos», según Dani Rodrik, y los impone como sanción para modificar, una vez más, las condiciones en su favor. Para Stephen Mira, el economista ideólogo de los aranceles, ya no es solo un problema de equilibrio comercial sino de que se pague -con aranceles, con la compra de energía o de otros productos- la provisión de bienes públicos: la función de reserva del dólar y la protección militar, piedra angular de la estabilidad mundial. La propuesta agresiva de su aplicación no supone recurrir al poder blando ni al poder duro, sino, estrictamente, al poder coercitivo.

La decidida respuesta de China y la más titubeante de la Unión Europea han contenido la ofensiva de Trump en ‘la guerra de los aranceles’. En todo caso, ante la magnitud de la deuda pública, se había infravalorado la importancia de los flujos financieros privados especulativos y su incidencia en el precio de los bonos. A la postre, se ha puesto en riesgo la credibilidad crediticia y la función de reserva del dólar. En este contexto, la UE está, una vez más, en una encrucijada: o apuesta por su autonomía estratégica y las reformas consiguientes o quedará engullida y subordinada en un área de influencia presidida por la defensa de los ‘intereses permanentes’ de Estados Unidos.

Unos intereses que no persiguen la resolución de sus problemas estructurales de consumo y de deuda, sino la rebaja de impuestos y la presión sobre sus aliados para conservar su hegemonía en unas circunstancias históricas en las que ha perdido la batalla de la competitividad con China. Al regreso de su visita a una fábrica de Huawei, Thomas L. Friedman escribió en ‘The New York Times’: «Acabo de ver el futuro y no estaba en Estados Unidos».

Flota en el aire la pregunta inquietante: ¿Intentará Estados Unidos detener ese futuro mediante el despliegue bélico en torno a China?