ABC-JON JUARISTI

Concluye una semana bajo el signo de Ramón Menéndez Pidal

NO sin que me costara, tuve que declinar la invitación que me hizo Santiago Muñoz Machado a participar en Sevilla, el pasado 7 de este mes, en un acto del XVI Congreso de la Asociación de Academias de la Lengua Española: una mesa redonda sobre «Heterodoxias andaluzas» junto a Félix de Azúa, Andrés Trapiello y Alberto González Troyano. Lo lamenté, más aún si cabe, al tener después noticia de la extraordinaria lección sobre el presente de España y de Cataluña que impartió, también el jueves en dicho Congreso, la historiadora Carmen Iglesias, en la que rindió homenaje a la figura de don Ramón Menéndez Pidal. Renuncié a estar presente en Sevilla, porque me había comprometido a hablar ese mismo día, y qué casualidad, sobre Menéndez Pidal, en el coloquio dedicado a su memoria por la Facultad de Letras de la Universidad del País Vasco, mi querida facultad de Vitoria, en la que enseñé durante veinte años y abandoné muy a mi pesar cuando tuve que dejar mi tierra natal en tiempos de fanatismo y estupidez que hoy parecen regresar a otras partes de lo que Espriú llamó la pell de brau. Pero, a lo que iba. Siempre que me veo obligado a elegir, ante una disyuntiva como la del pasado jueves, me acuerdo de aquellos versos del bardo Iparraguirre que suenan así en español: «Es verdad que en todas partes hay lugares buenos, pero el corazón dice: ve al País Vasco».

Y es que (ya me perdonarán mis amigos académicos) me pareció que, aun compartiendo la devoción de Carmen Iglesias por «Los españoles en la historia», el pequeño gran ensayo de Menéndez Pidal, compartiendo con ella la conciencia de la necesidad de divulgarlo y releerlo en este tiempo de nuevo tenebroso, de volver a este manifiesto por la concordia y la democracia que don Ramón dirigió a los españoles en 1947 y que fue desoído entonces por vencedores y vencidos, a este texto central de nuestro siglo XX, que es a la vez un prodigio de rigor histórico y de clarividencia política, me pareció, decía, que era más importante el modesto coloquio de Vitoria que el Congreso de Sevilla, porque en Vitoria íbamos a hablar y hemos hablado de filología y de historia, del Menéndez Pidal que antes de la Guerra Civil propició el encuentro de los miembros de la Sociedad de Estudios Vascos, los llamados por entonces «titanes de la cultura vasca» (Azkue, Julio de Urquijo, Carmelo de Echegaray), con los del Centro de Estudios Históricos que don Ramón dirigía, y abrió con todos ellos un fecundo terreno de colaboración en el campo de la investigación humanística. La filología vasca del pasado siglo y del presente fue, en gran medida, un fruto de esta colaboración. De ello hemos hablado en Vitoria y de la huella que dejaron en la propia facultad vitoriana los trabajos del Seminario María de Goyri (que tomó su nombre de la esposa de Menéndez Pidal), trabajos que renovaron decisivamente los estudios sobre la literatura eusquérica de tradición oral, y en los que nos formamos en un ambiente de estrecha amistad gentes que hoy somos catedráticos de filología hispánica y de filología vasca en universidades del País Vasco y de España y otros que no lo son, pero que también se consideran herederos de la Escuela pidalina.

Estas jornadas de Vitoria, en las que filólogos de dentro y fuera de la Universidad del País Vasco hemos hablado de nuestra deuda común con Menéndez Pidal, han supuesto un breve momento de luz y de razón, de simposio al estilo platónico en medio de un presente de ruido y de furia, desde donde hemos podido entrever algo de aquella olvidada utopía de Espriú en «La pell de brau»: «Diversos son los hombres y diversas las lenguas, y han concurrido todos a un solo amor».