Ignacio Marco-Gardoqui-El Correo
El INE confirmó ayer lo que ya sabíamos: tras su apreciable bajada de los primeros meses del año, el IPC recupera la senda de los ascensos y sube tres décimas en agosto, hasta el 2,6%, empujada por el habitual encarecimiento de los carburantes –un 7,2% en un solo mes–, típica de estas fechas veraniegas de gran aumento del consumo y, en especial, por una tan sorprendente como incómoda subida de los alimentos básicos, entre los que destaca el escándalo del aceite de oliva. Ha subido un 8,7% en un solo mes y acumula ya un 52%, con respecto al año pasado, que es la mayor subida en los últimos 21. Los expertos aseguran que todo es debido a los malos resultados obtenidos en la cosecha pasada. Lo cual, de ser cierto y parece que lo es, anticipa un nuevo desastre a partir del octubre cuando se inicie la campaña del 23 que, por culpa de la sequía, se presenta aún peor. No sé qué piensa hacer el ministro Planas para enderezar una situación tan anómala, pero le supongo enterado de que hay mucha gente a quien el precio del aceite, y en general el de la compra, le preocupa mucho más que la amnistía de nuestro prófugo favorito, el ex-honorable señor Puigdemont.
Como la situación es similar a la de los últimos meses, el comentario también lo es. El comportamiento de la inflación no solo castiga la capacidad de compra de los españoles hoy, sino que amenaza la futura, al dificultar una relajación de la política monetaria con unos tipos de interés que, si seguimos así, no bajarán.
El día nos trajo ayer otra noticia curiosa. Todos, o casi, nos quejamos de la evolución del déficit público que, por cierto, también ha subido en agosto, pero todos contribuimos alegre y voluntariamente a financiarlo. Cuando algunos timoratos y pusilánimes esperábamos un retraimiento de la demanda de títulos de deuda española, por culpa de su desaprensiva gestión y aventurábamos un despegue de la prima de riesgo, resulta que la demanda de Letras a 6 y 9 meses de la última subasta de ayer superó en más del doble a la oferta, lo que permite una remuneración contenida. Es decir, aquí no pasa lo mismo que con el aceite. La ‘producción’ de deuda no ceja, pero el Estado no se ve obligado a incrementar la remuneración ofrecida para animar su colocación entre los españoles, ávidos de ella. ¿Por qué? Pues porque los bancos, entre cuyas muchas virtudes no destaca la de la generosidad, no remuneran el pasivo al no tener dificultad para obtenerlo. Por eso, la alternativa de prestarle los ahorros al Estado mejora su atractivo y facilita la colocación de la deuda.