Editorial El Mundo
NUNCA hasta ayer un presidente del Gobierno había declarado abiertamente y en comparecencia oficial su voluntad de acercar a los presos de ETA a las cárceles del País Vasco. Y nadie lo había hecho por una razón: porque desde que se firmó el Pacto Antiterrorista –un instrumento clave en la lucha contra la banda asesina que ha permitido finalmente su derrota–, el PP y el PSOE habían compartido una estrategia que incluía la política penitenciaria. Por eso resulta inadmisible, desleal y antiestético que Pedro Sánchez, el día después de recibir al lehendakari Iñigo Urkullu en La Moncloa, anuncie que es preciso avanzar en la «normalización» de la sociedad vasca y que la manera de concretar ese avance pasa por cumplir la más vieja e insistente demanda del nacionalismo vasco y de la izquierda abertzale.
Es verdad que la dispersión de los terroristas encarcelados obedecía a una circunstancia tan extraordinaria como es la violencia organizada durante cinco décadas por una facción armada del nacionalismo vasco, sanguinaria anomalía con la que el Estado hubo de enfrentarse antes y después de instaurada una democracia plena y cuando todas las bandas criminales de corte marxista-leninista de Europa habían dejado de matar. Derrotada y disuelta ETA, es posible y legítimo explorar el fin de las medidas excepcionales. Pero ese final no lo puede decidir de manera unilateral un partido de Gobierno sin contar con el otro, porque eso revelaría que el PSOE de Sánchez está dispuesto a sustituir a su acompañante histórico en la lucha antiterrorista, optando por el PNV –cuyo voto en la moción permitió el desalojo de Mariano Rajoy– y pretiriendo al PP. El sanchismo reedita así la estrategia del cordón sanitario formulada y practicada en tiempos de Rodríguez Zapatero, algo por otro lado previsible teniendo en cuenta los socios de censura que hicieron presidente a Sánchez.
Pero es que además de la política, están las víctimas. Está su memoria, su dignidad y su justicia. El argumento invocado por Sánchez –la «normalización»– ha provocado en ellas un escalofrío, y ya planean movilizaciones de protesta. Como ha señalado Maite Pagaza (antigua militante socialista), «la verdadera hoja de ruta pone a la víctima en el centro y comienza por imposibilitar el enaltecimiento de los terroristas». Normalizar la democracia en Euskadi significaría que quienes han padecido la violencia y el odio experimentaran para variar la protección del Estado en todos los puntos del territorio nacional, incluyendo Alsasua, por ejemplo. Acercar a asesinos que no han mostrado arrepentimiento ni voluntad de colaborar con la Justicia en los más de 350 casos sin resolver –según exige la consensuada vía Nanclares– no normaliza nada, a no ser que llamemos normalizar a pagar la factura de un heterodoxo acceso al poder.