JOSEBA ARREGI-El Mundo

El autor reflexiona sobre la propuesta de la ministra Meritxell Batet de reformar la Constitución para reconocer las ‘identidades territoriales’. De entrada, le parece que es un concepto difícil de entender.

RECIENTEMENTE pude leer que la ministra Batet había propuesto que en la reforma de la Constitución española se recoja el reconocimiento de las identidades territoriales. Esa propuesta me ha creado un enorme problema que tengo el gusto de trasladarle a la misma ministra para que me ayude a resolverlo.

No sé si la identidad de género se puede territorializar. No sé si la identidad religiosa se puede territorializar. No sé si la identidad de lengua se puede territorializar, aunque parezca más fácil que en el caso de las anteriores. No sé si la identidad basada en la Ilustración se puede territorializar. No sé si la identidad referida a los derechos humanos se puede territorializar –a no ser que la territorialización alcance la cosmópolis, el mundo entero y los planetas extraterrestres en los que se dé vida–.

Para una persona como el que suscribe estas líneas, que ya ha pasado de los 70, vascoparlante monolingüe de familia pero para quien el castellano o español es tan lengua propia como el euskera, a quien la vida le ha obligado a aprender otras lenguas, es difícil entender lo que significan las identidades territoriales. Hablando del pluralismo de las sociedades modernas, en concreto del pluralismo de la sociedad vasca, ha llegado a pensar que no es que las sociedades actuales sean plurales, sino que también lo son cada uno de los individuos que las componen.

Hace ya muchos años que escribió que cuando un niño nace, nace siempre a una lengua y a una cultura concretas, pero que esa lengua y esa cultura no tienen por qué constituirse en cárceles de las que no se puede salir. Al contrario: cada lengua concreta a la que nacemos es una ventana abierta a otras lenguas, a otras culturas, a otros mundos. A lo que habría que añadir que a estas alturas de la historia de la humanidad, cada lengua y cada cultura es en sí misma ya un compendio de otras muchas lenguas y culturas.

Ninguna de las lenguas que se hablan hoy en Europa se puede entender sólo desde sí misma y desde la cultura que le es propia. En todas hay huellas, que ni siquiera son restos, sino mucho más, de otras lenguas, culturas y tradiciones. No nos podemos entender sin las raíces del griego, del latín, sin las referencias bíblicas, sea en hebreo o en arameo, sin la ilustración griega, sin la paideia griega, sin los mitos griegos y sin sus tragedias. No nos entenderíamos en absoluto a nosotros mismos sin el derecho romano, sin el código justiniano, sin la tradición de la cristiandad, sin lo que supuso el camino de Santiago que hace posible que los zanpantzar de Ituren o las figuras de los bailes suletinos o alguna melodía de los bailes de Luzaide/Valcarlos aparezcan, sin demasiadas variaciones, en los carnavales del alto Rin alemán –en Rottweil por ejemplo–, o en El cascanueces de Tchaikovsky.

Escribió Ortega y Gasset que antes fue Europa que Italia, Francia, Alemania o España, que éstas solo pudieron cristalizarse como concreciones de la Europa de la cristiandad. Cualquier alemán, y muchos franceses, pueden reconocer la melodía del canto vasco Uso zuria zera zu como melodía y canto propio, perteneciente también a su folklore, como a un amigo mío le llamó la atención que una de las melodías que utiliza Ottorino Respighi en sus piezas de laúd del Renacimiento arregladas para orquesta suene como nuestro Donostiako hiru damatxo. Y en la novela Heimatmuseum (Museo de la patria), de Siegfried Lenz a la barquita que utiliza uno de los personajes para cruzar una pequeña bahía en la Prusia oriental, más allá de la Kaliningrado rusa actual, la denomina xalupe, nuestra txalupa, chalupa en castellano y chalupe en francés.

No pocas veces he oído atribuido a Koldo Mitxelena que el 80% del vocabulario del euskera tiene raíces latinas. Nuestra trikitixa nos la trajeron los trabajadores ferroviarios padanos en el siglo XIX. Nuestros dólmenes son restos funerarios de la religión celta, Euskadi está cruzada por las calzadas romanas, parte de la toponimia vasca solo se entiende desde la lengua latina.

Yo no me puedo entender sin mis raíces en la lengua y la cultura vascas, sin el folklore cantado vasco –no el inventado para las ikastolas, sino el anterior–, pero tampoco me puedo entender sin las raíces cristianas recibidas al mismo tiempo y en el mismo ambiente que el euskera y la cultura vasca, y sin el canto gregoriano, tan querido. De la misma forma que no puedo renunciar en mi autocomprensión ni a Cervantes, ni a Quevedo, ni a Machado, ni a Luis Goytisolo, ni a Baroja, ni a Unamuno, ni a José Ángel Valente, a los que tendría que añadir a Verlaine, Les fleurs du mal de Baudelaire, Germinal de Balzac, Mauriac, Paul Claudel, Berlioz, Debussy, Messiaen, por no hablar de Rilke –Das Buch von der Armut und vom Todes, o sus Duineser Elegien– o Paul Celan y su Mandorla o su Lichtzwang, de Lévinas o de Hegel o de Franz Rosenzweig. Y tampoco podría dejar de lado a Hedwig Danticat, a Arundhati Roy y sobre todo a Toni Morrison y especialmente su Beloved. Por no citar a Fernando Pessoa con su Mensaje, o sus odas de Ricardo Reis –yo soy sin número, cadáveres ambulantes que procrean, somos cuentos que cuentan cuentos, nada–.

Nadie puede pretender que yo pueda territorializar mi identidad compuesta de tantas fuentes y tradiciones, con tan diversas raíces y referencias. Nadie puede pretender que todos los que hemos recibido el regalo de una identidad compleja y plural tengamos que hacer el esfuerzo de precipitar en su pureza química cada uno de los elementos que nos conforman en lo que somos, en lo que hemos llegado a ser: sería destruirnos.

Escribe Amin Maalouf: «Cuando me preguntan si soy más libanés o árabe que francés, o más francés que árabe o libanés me siento profundamente agredido, pues no puedo ser lo uno sin ser lo otro, soy francés siendo libanés, y libanés siendo francés». Y el novelista holandés Harry Mulisch, autor del Descubrimiento del cielo, refiriéndose a sus abuelos que pertenecía cada uno de ellos a culturas distintas decía que sería su muerte pretender optar por alguna de sus raíces.

Señora ministra: espero que entienda que su propuesta de reconocimiento de identidades territoriales me produzca un profundo espanto interno y lo perciba como una amenaza de muerte cultural, como un intento de desmembrarme en mis múltiples componentes que no dejan de formar mi identidad pural y compleja a la que no estoy dispuesto a renunciar.

Como ya ha quedado dicho, soy vascoparlante monolingüe de familia, mi enseñanza la he recibido en castellano/español, en latín, en francés, en alemán, y mi vida profesional como enseñante la he vivido en euskera tanto en la Escuela Diocesana de Magisterio de San Sebastián como en la Universidad del País Vasco/EHU. Le confieso que no acierto a territorializar mi identidad. Mi casa espiritual es Europa, Occidente en toda su amplitud como resultado y herencia de la cristiandad, y lo que ha llegado a ser en la modernidad. Y me da igual vivirlo en Euskadi/España como en Francia, Italia, Inglaterra, Alemania o en cualquier otro lugar europeo, pues en todos ellos encontraré mis propias raíces.

Joseba Arregi fue consejero del Gobierno vasco y es ensayista.