DAVID GISTAU, ABC 11/01/14
· Después de ver algo así, no queda espacio para la retórica, ni tampoco para pretenderse ofendido por minucias como el tono de una conversación.
El gobierno de Felipe González se esforzó mucho por combatir la desidia con la que Mitterrand consentía que los etarras se sintieran acogidos a sagrado en el sur de Francia. Los Pirineos eran como esas cadenas todavía visibles en catedrales como la de Sevilla, en cuyas gradas de la Puerta del Perdón ubicó Cervantes, intocables mientras no traspasaran el perímetro, a los criminales de aquella precursora de la Camorra que fue la Garduña. Hablamos de un tiempo en el que la imagen de ETA, y no sólo en el extranjero, también en ámbitos españoles que luego anduvieron buscando fotogenias utópicas hasta en la selva Lacandona, todavía estaba distorsionada por dos prestigios falaces: el anti-franquista y el «cheguevarista».
Hay memoria de cumbres hispanofrancesas en las que los traductores no sabían cómo mitigar el léxico abrupto con el que Corcuera exigía colaboración mientras su homólogo francés se fingía escandalizado y amenazaba con levantarse de la mesa. El punto de inflexión lo marcó un acto brutal de pedagogía: unos enviados españoles viajaron a París para mostrar en el Elíseo un vídeo con las imágenes del espantoso atentado sufrido por Irene Villa. Después de ver algo así, no queda espacio para la retórica, ni tampoco para pretenderse ofendido por minucias como el tono de una conversación.
Vuelve a haber desidia, y además una que ha terminado de consagrarse alrededor de una coartada ideológica. Después de Durango, y sobre todo después de las reacciones a las detenciones de los abogados expresadas por el mismo partido político que envió el vídeo a París, parece que de nuevo se hace necesaria una pedagogía brutal. Un recordatorio de cuál es la calaña de los personajes a los que comentaristas en prensa y diputados nacionales están retirando la etiqueta radical para traspasársela incluso a las asociaciones de víctimas. Tendrían que regresar al vídeo, para comprobar cuán insultante es su juicio de intenciones, todos aquellos que dicen que el problema de la derecha es que no quiere que termine el terrorismo. Como si los atentados, igual que la Guerra Civil para Alberti, fueran una «BelleÉpoque» que hubiera que prolongar un poco más por diversión. Cómo no va a apetecerle a uno que sus hijos jueguen en calles en las que nunca sabrás si esta semana estalla bomba. Como las de mi infancia en Madrid.
El espacio en el que etarras se acogen a sagrado ya no es físico, ni obliga a cruzar unas montañas. Es un espacio político, mental. En él, hasta los crímenes son más o menos repudiables y punibles en función de la coyuntura. En él, una operación anti-terrorista se convierte en la prueba de que el cumplimiento de la ley es un abuso vengativo. Y esto también lo dice el partido que hace sólo una generación asustaba a los traductores cuando hablaba de ETA.
Hace algunas decenas de artículos, expresé un temor que pretende cumplirse. Temía que al PSOE, o al PSE, le pudiera la impaciencia acerca del desenlace de un «proceso» sobre el cual tiene un sentido patrimonial de legado. Temía que se completara una tendencia por la cual incluso las víctimas pasaron a ser consideradas participantes de un frentismo ideológico. Temía que el valor categórico de cientos de asesinatos dejara de serlo. Temía que las últimas exigencias a ETA, inspiradas por la ley, procedieran a convertirse en caprichos de fachas residuales que sólo saben existir en la dialéctica de las pistolas. Si todo eso ocurre, y es al grupo de Durango al que hay que proteger de supuestos ultras, entonces para lo que no quedará espacio es para más decepciones.
DAVID GISTAU, ABC 11/01/14