Prueba de ello es el testimonio de Ana Magaldi. La fiscal jefe de Barcelona fue objeto de graves insultos por parte de un grupo de radicales que, el pasado viernes, permanecían concentrados a las puertas del Palacio de Justicia para apoyar a Artur Mas, Joana Ortega e Irene Rigau. Le gritaron «fascista», «eres una mierda» o «fuera la Justicia española», e incluso llegó a temer por su integridad física después de que uno de los presentes se saltara el cordón de seguridad. «En mis 64 años de vida, jamás había visto reflejado en una mirada el odio que vi en esta persona», confesó Magaldi. Pero si ya es sumamente preocupante que la violencia y el insulto eclosionen en las calles de Cataluña, aún lo es más que encuentren amparo en la clase política. La portavoz del Govern lo enmarcó en un contexto de ejercicio de la libertad de expresión. Y Artur Mas no tuvo empacho en afirmar que el Estado «intenta cambiar el marco mental» del soberanismo catalán y presentarlo como un movimiento «intolerante y violento». Con esta impresentable y gravísima declaración del ex president, el independentismo se ha saltado una nueva línea roja. A su habitual disposición a quebrar la ley, ahora se suma el coqueteo cuando no la justificación abierta de actos que no tienen cabida en un Estado democrático.
Denigrar la figura que representa a la Fiscalía General del Estado constituye una coacción inadmisible a la labor de la Justicia. Pero hay que subrayar que las amenazas a la fiscal se produjeron la misma semana en que, aprovechando el inicio del juicio por el 9-N, el separatismo orquestó una marcha en la que miles de personas acompañaron a los tres imputados al Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. Las presiones a los jueces son consecuencia de la deriva de la política catalana. Tanto el PDeCAT como ERC, chantajeados por la CUP, llevan mucho tiempo prestándose a secundar la táctica frentista y rupturista de las organizaciones sociales independentistas. Este desvarío es el que ha conducido al cuestionamiento del Estado de Derecho, algo impensable en cualquier otro país de nuestro entorno.
En todo caso, por mucho que se empeñe Puigdemont, la democracia española no sólo no está enferma sino que responde al desafío separatista con un respeto escrupuloso a la legalidad. Esta es la razón por la que Mas se ha visto obligado a sentarse en el banquillo –no por poner urnas, sino por hacerlo saltándose el mandato del Tribunal Constitucional–. Y es también la razón por la que el TC anuló ayer la resolución aprobada por el Parlament para promover un nuevo referéndum, así como las leyes de desconexión contempladas en el denominado «proceso constituyente».
«Han perdido ya a la mitad de los catalanes», afirmó Mas el domingo en TV3, durante un programa especial sobre el 9-N, en referencia al apoyo que concita la independencia en Cataluña. Esta fijación en dividir a los ciudadanos certifica la huida hacia adelante de una formación política gangrenada por la corrupción, tal como EL MUNDO volvió a poner de manifiesto ayer, a raíz de las revelaciones que muestran cómo CDC se financiaba ilegalmente con empresas implicadas en el caso 3% a cambio de adjudicaciones públicas.
Ésta es la razón de fondo que anida en la porfía de Mas y Puigdemont en socavar la Justicia. El independentismo catalán, al socaire del declive de la vieja Convergència y el auge de sus corrientes más extremistas, transita sin freno hacia el precipicio.