No, lo que se incendió hacia las 9:00 de la mañana del sábado pasado en La Grande-Motte, en Hérault, no fue un «lugar de culto» sin más, sino una sinagoga.
No fue un simple «acto cobarde», como se describió tras muchas horas de rodeos y evasivas, sino un atentado antisemita.
Y aunque, evidentemente, es fundamental «reforzar la seguridad» en los «lugares de culto judíos», la forma en que se ha planteado todo este asunto huele a que se están acostumbrando, a que están banalizando, a que se están resignando ante lo inevitable, lo cual es insoportable: «Ya está… Trabajo hecho… Los judíos están protegidos… ¿Qué más piden?».
Pues lo que piden es que ya no tengamos que protegerlos.
A lo que tienen derecho es a dejar de ser insultados, en particular por los dirigentes de un partido, la Francia Insumisa, que ha hecho del antisemitismo su baza electoral y, más allá de eso, su fijación.
Lo que Francia les debe a los judíos, y también se debe a sí misma, es un grito unánime de horror ante un incendio que, pasadas una o dos horas, si el hombre que llevaba una kufiya, una bandera palestina en la cintura y una pistola en el cinto, al que las cámaras de vigilancia grabaron huyendo, hubiera sido más organizado y malicioso, se habría cobrado muchas víctimas.
Y entre los pirómanos de almas que, desde hace años y más aún desde el 7 de octubre, multiplican los focos de incendio, dándole luego el oxígeno retórico e ideológico sin el cual no se propagaría tan rápido y tan bien el fuego, lo que nos gustaría ver es, en lugar de las lágrimas de cocodrilo de un Mélenchon denunciando (¡parece mentira!) un vago ataque al «laicismo», a la «libertad de culto» y a la «libertad de conciencia», nos gustaría ver un despertar, un acceso de lucidez, un ejercicio de autocrítica y de verdad.
Y con esto no estoy diciendo que haya una relación causal entre las palabras que decimos y el propio pasaje al acto.
Y soy plenamente consciente de que la tentación de censurar la palabra, que en una democracia debería, por principio, ser libre, es siempre peligrosa.
Pero al final…
Antisemitismo en la atmósfera…
¿Habéis dicho atmósfera?
Bueno, o no conocéis el significado de las palabras, y esa forma de minimizar, de quitarle hierro y de hacer como que el odio es algo intangible, algo nebuloso, sin culpable y, por tanto, no algo realmente criminal, sigue siendo insoportable.
O bien lo sabéis, y deberíais tener en cuenta que la atmósfera es el aire que respiramos, el zumbido que nos silba en los oídos, los trinos de las redes sociales que se han convertido en auténticas cloacas a cielo abierto, igual que la imagen de representantes de la Nación riéndose en los pogromos, excusando a los asesinos, invitando a la Asamblea Nacional a representantes de los peores grupos terroristas y, cuando los Judíos de Francia y sus amigos salieron a la calle el 7 de noviembre para expresar su indignación y su dolor, no se les ocurrió nada mejor que decir (¡y parecían muy pagados de sí mismos!) que han salido a la calle «los amigos que apoyan incondicionalmente la masacre» o que el «antisemitismo» en Francia es un hecho «residual».
Señalo al señor Mélenchon.
Señalo a la señora Rima Hassan, quien, unas horas antes del atentado, declaró que «quitando al pensamiento hegemónico occidental, nadie considera el 7 de octubre como un acto de terrorismo».
Señalo al señor David Guiraud y a su antiguo maestro, Alain Soral.
Señalo a todos aquellos, diputados y los que no llegaron a serlo, que juegan con palabras como «genocidio», a los que les parece divertida la idea de un «bebé en un horno»; que relativizan la violación de una niña de doce años porque es judía; que le ríen las gracias a un cómico que describe al primer ministro de Israel como un «nazi sin prepucio»; que resuelven sus disputas internas llamando a sus rivales «sucios sionistas» o permitiendo que otros lo hagan, que encuentran excusas para justificar el antisemitismo cuando solo es «contextual».
También podría señalar, por supuesto, a los antisemitas del otro bando que, como por azar, entre los neofascistas de Rivarol, por ejemplo, creen que «la extrema izquierda» es la que, desde la guerra de Gaza, «ha salvado el honor de Francia».
Pero, por el momento, y mientras la rueda gira, son ellos, los insumisos, los que están a las puertas del poder.
Es esta Francia indigna de los de Mélenchon la que resopla, gruñe, hace un llamamiento a salir a las calles, amenaza, finge ceder y «allanar el camino» para dar «apoyo», pero sin entrar» en el Gobierno, y luego vuelve.
Es la que, después de instilar el veneno del odio en dos campañas electorales, primero en las legislativas, luego en las europeas, después de tomar como rehén al resto de la izquierda y de estrangular la candidatura en Matignon, candidatura que decía apoyar, exige tal o cual ministerio.
Yo no tengo un plan mágico para resistir el golpe, cuya última manifestación es el ataque a la sinagoga Beth Yaacov de La Grande-Motte.
Pero estoy más convencido que nunca de que hay que negarle a esta gente hasta la más mínima participación en el Gobierno de la República.