Juan Carlos Girauta-ABC

  • Cada vez necesitan más descargas y muchos, al final, se rompen

Al adolescente que pasaba veinte horas al día entregado a un videojuego le ha sucedido temprano lo mismo que a millones de congéneres: se ha enganchado a un sistema de recompensas químicas inmediatas. Que el camello sea su propio cerebro no le resta química al asunto, por eso no es tan sorprendente como se nos cuenta que los médicos hayan recurrido al mismo tratamiento que dispensan en los casos de drogadicción.

El aquejado de adicciones donde no media ninguna sustancia externa experimenta descargas poderosas pero brevísimas. Tan breves son que repetirá la conducta cada vez con más frecuencia y en sesiones más largas. Del que apuesta se ocupó Dostoievski con su proverbial capacidad para iluminar las sombras. A la hora de dibujar la ludopatía de Alekséi, o la que pasajeramente invade a la vieja Antonida, Dostoievski no necesitó documentarse; le bastaba con dirigir hacia dentro su don, escrutar en su propia alma, narrar vivencias reales alterando los nombres. Lo mismo a fin de cuentas que cuando tiraba del sentimiento de vergüenza o de ridículo en alguna de sus obras maestras, muy especialmente Memorias del subsuelo.

Pero el que apuesta tiene un límite: su patrimonio, más quizá los sablazos que consiga asestar a familiares y amigos. Y ya. Se arruinará y dejará deudas con toda seguridad, pues su deseo último es el de perder. Perderlo todo. Allí se secará su fuente de descargas de dopamina. Sin embargo, los cientos de millones de adictos a las pantallas con los que estamos compartiendo el siglo -guarde su adicción la forma del videojuego, guarde la de las redes sociales- no tienen límite alguno. Por eso el chaval del Fortnite, que parece haber entrado en su particular infierno buscando eludir el dolor por la muerte de un familiar, habría seguido jugando y jugando, ahí habría dejado caer su vida entera, ahí habría sacrificado sus futuros, con los ojos febriles y clavados en un mundo cerrado, imaginario, absorbente, con reglas establecidas y provisto de sucedáneos del desafío, que todo lo mueve.

Toda adicción lo bastante arraigada es una pasión. «La pasión de mi vida ha sido el tabaco», reconoció con rara lucidez, poco antes de morir, Yul Brynner. Por supuesto, quiso dejar al mundo el consejo de que evitara lo que a él se lo estaba llevando al otro barrio. Hoy es difícil abundar más en los males de esa adicción a sustancias externas. Se llega a extremos algo absurdos: no es raro oír a personajes de series de acción decirle a quien enciende un pitillo «eso te va a matar» después de haberse expuesto a cuarenta riesgos de muerte inmediata.

El problema que no acabamos de abordar es el de las incontables descargas de dopamina que legiones de jóvenes solitarios y desgraciados de todo el Planeta se administran en redes, explicando cuán felices son y aportando patéticas muestras gráficas de ello. Cada vez necesitan más descargas y muchos, al final, se rompen.