Vuelve a saltar una vieja preocupación: ‘¿para qué sirve el Senado?’. Es lo que tiene perder el tiempo con la política de gestos, que al final los contribuyentes llegan a cuestionar si la Cámara de repetición tiene algún sentido, fracasado el intento de constituirse en una cámara de representación territorial.
Que en plena espiral de crisis económica nuestros parlamentarios sigan teniendo garantizada la pensión mínima con tan solo siete años de actividad (algo menos en el País Vasco) plantea un agravio comparativo con los sufridos ciudadanos que necesitan quince años para percibir el 50% y que esta semana están pendientes de lo que, finalmente, decida el Gobierno de Zapatero, con o sin consenso. Con austeridad y transparencia no se logrará crear empleo, pero, al menos, se tranquilizarán las conciencias y se frenará la tendencia, tan instalada ya en los sondeos de opinión, a desconfiar de la ‘clase’ política, tan desprestigiada en muchos casos, por méritos propios. A medida que se acerca la fecha en la que el Gobierno tiene que presentar su reforma sobre las pensiones ante el ‘Gran Hermano’ europeo, el debate político general ha ido adquiriendo importantes cotas de indignación.
No es casual que este fin de semana Mariano Rajoy haya adelantado su idea de pedir la renuncia de las pensiones y los privilegios de los parlamentarios. Porque los tienen. Y ese discurso, a pesar de que el PP no lo había pronunciado hasta ahora, es cada vez más popular. Lo entiende la gente y cala en ese gran público que, si no tiene en su entorno a algún parado, se ve cada vez un poco más pobre y no aprueba que nuestros representantes mantengan sus condiciones de oro por sentarse en un escaño, formulando una pregunta un par de veces al año, y tener, a cambio, asegurado el mantenimiento de sus dietas, el gratis total en sus viajes en avión en clase VIP, por supuesto, para no tener que preocuparse de nada más que de salir en la foto y no ausentarse en el momento de las votaciones.
Muchos trabajan; eso es cierto. Sobre todo en el Congreso. Pero la pasada semana se detectó un síntoma de indignación generalizada contra el Senado después del numerito de los ‘pinganillos’. Ya no fue la chanza que provocó ver a algún representante leer su discurso en una de las lenguas de su comunidad sin entender bien lo que él mismo decía porque desconoce su propio idioma. No. Ocurrió que, tras la tormenta de iniciativas para ahorrar el servicio de traducción -¿por qué no traducen los mismos senadores su discurso y así ahorramos en intérpretes?- o de preguntas que revelaban desconfianza -¿por qué no montan el mismo numerito en el Congreso?-, volvió a saltar al escaparate una vieja preocupación. «¿Para qué sirve el Senado?» Es lo que tiene perder el tiempo con la política de gestos. Que, al final, los contribuyentes llegan a cuestionar si la Cámara de repetición (no decide nada que no haya legislado el Congreso) tiene algún sentido una vez constatado el fracaso de constituirse en una Cámara de representación territorial.
El gran Mario Onaindía se fue de este mundo sin ver realizado ese proyecto. Pero en tiempos de ‘vacas flacas’ se mira con lupa a los 264 senadores. Inevitable. Los más ilustrados recuerdan que ya no es una Cámara «colegisladora» en pie de igualdad con el Congreso, como ocurría en la segunda mitad del siglo XIX, y que la Segunda República la suprimió y no se echó de menos su labor. Parece obligada la comparación. En tiempos de crisis se cuestionan las situaciones de favor, los estatus de privilegio y las desigualdades, pero sobre todo afloran los discursos populistas y se revisa lo que se ha hecho mal en el Estado necesario de las autonomías. No es que hayan terminado siendo «autonosuyas», como diría Vizcaíno Casas, pero ha estallado la crítica con mayúsculas a la duplicidad del funcionamiento.
Empezó Rosa Díez el año pasado, planteándolo desde su único y sonoro escaño en el Congreso, y sus propuestas se consideraron tan atrevidas que el PP ha tardado algunos meses en explorar esa vía no para cuestionar el sistema, como hace UpyD, sino para proponer otros funcionamientos de descentralización. Son tiempos malos para la lírica. Y para los privilegios.
La Justicia desvelará si en el caso de los presuntos culpables de corrupción que un buen día quisieron ser aprendices de espía desde las filas del PNV en Álava estamos ante unos hechos aislados o ante una tendencia que se generalizó entre los funcionarios de las primeras generaciones de la autonomía vasca. Una situación de privilegio de la que algunos servidores de la patria se aprovecharon para crear sospechas sobre los adversarios.
En la izquierda abertzale no se consideran así, pero son unos privilegiados. Están todavía ilegalizados y sin dar a conocer los estatutos del nuevo partido se permiten el lujo de presentar su programa electoral para Bilbao. Como si nada anómalo les estuviera condicionando.
Las vidas rotas de nuestra historia jalonan nuestro pasado, del que algunos políticos nos quieren distraer. Lo advirtió en San Sebastián Ana Iríbar al recordar a su esposo, el dirigente popular en Guipúzcoa Gregorio Ordóñez, asesinado hace 16 años «por exhibir sin pudor y con dignidad sus principios democráticos», al evocar al hombre que siempre se mostró contrario a la negociación política con los terroristas. Duelen las ausencias, se lamentaba la viuda de Ordóñez. Ya lo creo que duelen.
Tonia Etxarri, EL CORREO, 24/1/2011