- Cuando el Gobierno, como sucede hoy, está inmerso en un proceso de mutación constitucional, atenerse fielmente al reglamento no sólo no basta como defensa, sino que coadyuva a sancionar solemnemente el desafuero.
Probablemente usted no lo haya notado, pero este miércoles 1 de octubre el Gobierno ha vuelto a colocarse fuera de la Constitución.
Es la tercera vez que Pedro Sánchez incumple el artículo 134 de la ley fundamental (¡y las que quedan!), que obliga a presentar ante el Congreso de los Diputados el proyecto de Presupuestos Generales del Estado «al menos tres meses antes de la expiración de los del año anterior».
Y si usted no ha notado ninguna conmoción cívica, ni siquiera un tímido temblor en su día a día, es porque, a todos los efectos, que el Gobierno incumpla la Constitución no implica absolutamente nada.
Hay quien, todavía embriagado de romanticismo setentayochista, se engaña atribuyendo este crónico desacato al caso particular de Pedro Sánchez, rebelde sin causa.
Y es cierto que Sánchez, quintaesencia del gobernante caprichoso y discrecional, ha dado un salto cualitativo en lo tocante a la irreverencia hacia los procedimientos legales.
Pero el problema va mucho más allá de Pedro Sánchez.
El gripaje de nuestro sistema institucional ha alcanzado tales cotas de necrosis que está haciendo aflorar, para todo aquel que quiera verlas, las deficiencias primigenias del diseño constitucional, que dejó los mecanismos de control del poder al albur de una mudable lealtad institucional.
Es decir, los mandatos imperativos recogidos por la Constitución y las leyes que regulan las instituciones no están acompañados de ninguna norma que obligue a su cumplimiento. Sino que quedaron fiados en su día a unos consensos, solidarios de la cultura pactista de la Transición, que han dejado de existir.
La insubordinación constitucional de Sánchez demuestra que el parlamentarismo en España puede autocancelarse sin mayores consecuencias.
Porque, aunque pudiera parecer un incumplimiento anecdótico, los Presupuestos Generales del Estado son, desde sus mismos orígenes, el principal instrumento de control del Gobierno en un sistema parlamentario.
Ciertamente, la instalación de esta «banalidad del autoritarismo», como la ha motejado perspicazmente el profesor Fernando Casal en una tribuna reciente, es debida en primera instancia a la hacendosidad discursiva del presidente. Que, mediante la gota malaya de un reiterativo frivolizar sobre lo que implica la no presentación de los PGE, ha venido cuajando una jurisprudencia moral que normaliza lo anómalo.
Pero no cabe obviar que también la propia arquitectura del Régimen del 78 contribuye a la gratuidad de la subversión constitucional.
Porque nuestro ordenamiento jurídico no sólo se muestra impotente a la hora de castigar la inobservancia de los preceptos constitucionales. Sino que, de alguna manera, al mantener una ficción de normalidad política, y al socaire de su maleabilidad, permite disfrazar acciones que, aunque conformes con su letra, atentan contra su espíritu.
Es decir, que cuando el Poder Ejecutivo, como sucede hoy, está inmerso en un proceso de mutación constitucional, atenerse fielmente al reglamento no sólo no basta como defensa, sino que coadyuva a sancionar litúrgicamente el desafuero.
Y a esta trampa de la institucionalidad (comportarse institucionalmente con quien no respeta la institucionalidad) tampoco escapan las instancias de arbitraje del Estado.
Dos recientes casos ilustran cómo el resto de poderes quedan igualmente inermes ante la configuración del absolutismo presidencial: los de la presidenta del CGPJ y el Rey en el acto de apertura del año judicial de hace un mes.
Isabel Perelló pronunció en su discurso unas tímidas críticas al discurso socialista del «lawfare», que algunos analistas tildaron de insuficientes para defender de forma efectiva la independencia del Poder Judicial frente al hostigamiento del Gobierno.
La presidenta del Supremo y el CGPJ, Isabel Perelló junto al rey Felipe VI y el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, en el solemne acto de apertura del año judicial, el pasado 5 de septiembre. Efe
E igualmente brotaron algunas críticas a la decisión de Zarzuela de enviar al Rey a sentarse en el estrado junto a un presunto delincuente.
Se ha planteado si, en lugar de haber seguido el automatismo protocolario, Felipe VI no debió, en atención a su papel de moderador por encima de la refriega partidista, abstenerse de acudir al acto, en lugar de bendecir suntuariamente una situación aberrante que encarnaba la antítesis de su condición de símbolo de la unidad y la integridad del Estado.
Esta crisis tiene como telón de fondo una cotidianidad política habituada a las estratagemas de adulteración parlamentaria y legislativa, al filibusterismo a cargo de la propia presidenta del Congreso, al gobierno «sin el concurso del Legislativo», a la cooptación de todas las instituciones o, incluso, al cierre ilegal del Parlamento que tuvo lugar durante la pandemia.
La España sin Presupuestos es una manifestación más de cómo, desde dentro del propio sistema, y sin necesidad de dar un golpe de Estado, se va decantando otra cosa distinta, mediante un paulatino y no perceptible a primera vista proceso de desvirtuación institucional.
La aprobación de la Ley de Amnistía, gracias a la homologación de la factoría de coartadas jurídicas que es el TC, inauguró un nuevo proceso constituyente. Un proceso que ahora se dirige, a través del proyecto de «financiación singular» para Cataluña, a una modificación en la práctica del modelo territorial, que desplegando la inercia federalizante contenida embrionariamente en la Constitución sin necesidad de una reforma de la misma
Por todo ello, el planteamiento de una revisión constitucional ya ni siquiera es una opción para la oposición: es una obligación. Porque sus rivales ya están haciendo lo propio, sentando precedentes que trastocan las reglas de juego a su favor.
Como ha señalado Ignacio Varela, si la presentación del Presupuesto se convierte en un acto voluntario, ¿qué nos permite asegurar que Sánchez no llegue a hacer lo mismo con el mandato constitucional de convocar elecciones?
Es forzoso admitirlo antes de que sea tarde: ya no hay salida a la partitocracia del 78 sin una solución rupturista. Cuando se llega a estos niveles de gangrena inescapable, sólo resta el recurso a un acto de voluntad que instituya un nuevo orden.