IGNACIO CAMACHO-ABC

Los súbitos cambios de prioridades estratégicas revelan una inquietante inmadurez política para jerarquizar problemas

ESTE ataque de volatilidad que sufre la política española es propio de una crisis de adolescencia. Los cambios súbitos, compulsivos, de prioridades por parte de los actores públicos reflejan una inquietante falta de estrategia, de incapacidad no sólo para proponer soluciones sino para detectar y jerarquizar los problemas. La moción de censura socialista representa el paroxismo de esta insuficiencia: parte de un diagnóstico equivocado, ofrece una terapia incorrecta y recurre para aplicarla a unos partidos de deslealtad constitucional manifiesta. Un asalto al poder por el poder mismo, sin planificación, sin proyecto, sin programa siquiera, tan desprovisto de cualquier atisbo de ideas que sus propios promotores ponderan como único mérito el del factor sorpresa.

Hace apenas una semana existía un vago consenso en identificar el conflicto separatista como principal problema de España. Las críticas que recibía el Gobierno se centraban en su desdén por esta cuestión básica, en su empeño por otorgar preferencia a las negociaciones presupuestarias. En medio de un debate nacional presidido por la retadora xenofobia de Torra y las dificultades legales para extraditar a Puigdemont desde Alemania, las dos grandes fuerzas dinásticas renovaban su compromiso para mantener intervenida la autonomía catalana. Pero a raíz de la sentencia Gürtel, con su condena tan contundente como esperada, el desafío nacionalista parece haber desaparecido del mapa, por más que haya aflorado una peligrosa crispación civil en la simbólica pugna por las cruces de las playas. Rivera reclama de pronto el elixir mágico de unas elecciones que el miércoles pasado, en la votación de Presupuestos, pudo haber precipitado retirándole a Rajoy su peana. Y el mismo Pedro Sánchez, que había avalado el cerco a los nacionalistas con su palabra, los invita ahora a sumarse a la presunta regeneración de una escena institucional degradada.

Esta exhibición colectiva de acné político tiene un precio y no es barato. En primer lugar, la sensación de inestabilidad que está devastando los mercados. En segundo, el oxígeno que suministra a un independentismo cuyo proyecto de ruptura sigue intacto. Y en tercer término, quizá el más importante, el evidente desconcierto que provoca en los ciudadanos, cuya opinión sobre sus representantes lleva mucho tiempo presidida por un severo desencanto. El fenómeno más significativo de las encuestas es la preocupación por Cataluña, patente desde el último verano. Y quienes así lo manifiestan se sienten estupefactos al ver cómo sus dirigentes se enfrascan en un pulso endogámico entre una oposición inmadura y caprichosa y un Gobierno agazapado, superado por las erupciones recurrentes de su volcán de fango.

Pero la incógnita catalana sigue ahí, atravesada en el rellano, y ahí continuará cuando la política púber despierte como en el cuento del dinosaurio.