No tomar partido en el enfrentamiento que opone el violento con su víctima es en realidad tomar el partido del violento, animarle a sus empresas. Triste expresión de nuestro país, donde neutralidad es el otro nombre de complicidad, donde la violencia también en un aula hace crecer la anomia de una sociedad demasiado silenciosa.
El dramático suceso acaecido en Hondarribia con el suicidio de un adolescente nos interpela en nuestras conciencias. Conforme se van conociendo detalles del sufrimiento que venía arrastrando Jokin, la congoja y un sentimiento de incredulidad aumentan. Hace pocos días se hicieron públicos los datos de un informe sobre un crecimiento de las expresiones de violencia en menores y cómo un gran porcentaje de ellos dirimen sus conflictos con manifestaciones violentas en sus diferentes expresiones.
Cuando se analizan estos hechos violentos las personas tendemos a interpretarlos como característicos de hogares de nivel socioeconómico o educativo bajos. Nada más lejos de la realidad, las manifestaciones de violencia en adolescentes no están influenciadas por ninguno de estos parámetros, sí en cambio se asocia la presencia de violencia en los varones con haber crecido en un hogar sin padre o con padre sustituto. Estos elementos, y particularmente el último, se relacionan con un primer punto desde el que se puede observar lo ocurrido. ¿Existiría un estilo de crianza que propiciara estas manifestaciones de los adolescentes en forma de una violencia vejatoria y gregaria? Diversas investigaciones han contrastado y correlacionado un estilo de ‘indulgencia-permisividad’ en el que los límites son escasos o ausentes y se combinan con severidad parental imprevisible, y asimismo un estilo de ‘indulgencia-abandono’ en que los padres no se involucran en la vida y la crianza del hijo, haciéndole exponerse a éste a sentimientos de escasa autoestima, deficiente autocontrol y mayor agresividad.
Por el contrario, se sabe que un estilo de ‘autoridad-reciprocidad’, caracterizado por reglas firmes y toma de decisiones compartidas en un marco de calidez y cariño, es el que más probablemente generará autoconfianza, autoestima y un sentido de responsabilidad social. El que es un matón en el aula es también un ser débil, incapaz de solventar sus conflictos de identidad, su ausencia de sentido de sí mismo, incorporándose a camarillas donde proyecta su propia debilidad en las víctimas que dicha horda considere propicias. El matón también recibe aquellos estilos de crianza. Pero hay que considerar que son adolescentes, que no son psicópatas, aunque tengan rasgos basados en el sadismo y la frialdad con la que infligen daño a sus víctimas. Se debe protegerlos y sobre todo educarlos, pues aún es tiempo. Pero de este hecho se deben extraer consecuencias y enseñanzas para todos si ello es posible.
Son evidentes los estilos de crianza ya apuntados pero también los adolescentes funcionan en grupo para negociar su crisis de identidad. Estos grupos que se crean funcionan con dos parámetros, uno es la intolerancia frente a una diferencia individual y el otro es la lealtad inquebrantable a una ideología, y esto es un fenómeno casi universal o por lo menos constitutivo de modos de vida occidentales. De las características de estas ideologías, de la presencia de elementos que contrarresten, estimulen y hagan superar prejuicios y lealtades que comprometen la individuación del adolescente, se derivará su estilo de vida, su estilo cognitivo y en definitiva su paso solvente a otras etapas vitales. Se considera, pues, que la escuela y la calidad de relación familiar ejercen como amortiguadores de situaciones críticas en estas épocas.
No se puede analizar este suceso sin contemplar algún elemento idiosincrásico a nuestra sociedad. La violencia en las aulas recibe elementos de nuestro entorno claros, no en vano el matonismo utiliza para intimidar en muchos casos la amenaza que clara o veladamente se extiende sobre muchos ciudadanos de este país. Un adolescente que se confronta a su tutor con una pegatina alusiva a ETA, una pintada en un instituto en la que se dice al alumno pariente de un reciente asesinado que vaya anunciando a otra persona vinculada a su familia que va a ser la siguiente, una pintada con la frase ‘Irene Villa hace juegos malabares con su silla’, son claros ejemplos de ello. En la adolescencia, la aprobación de nuestros pares y los lazos de pertenencia se refuerzan en algunos con la creencia de sentirse válido y actor de una causa y así disimular grandes fallas personales, déficits vivenciales y falta de perspectiva futura. Algunos consideran que sus conductas vandálicas, cuando resultan impunes, les hace ser aún más arrogantes y creerse poseedores de la verdad.
Existe dos fenómenos alrededor de la violencia. Uno es el silencio garante de impunidad que acabo de referir y del que deriva un sistema de protección bastante primario y poco efectivo a la larga para la salud y para la convivencia. Y sobre todo algo de lo que aquí tenemos constancia desde hace muchos años, y es el fenómeno de la identificación con el agresor, bien ilustrado por la actitud de la profesora el día del aniversario de la gastroenteritis de Jokin. Identificación con el agresor, inocencia del verdugo, muy bien caracterizada por aquellas palabras de Pascal, cuando señalaba que ante la imposibilidad que lo justo fuera fuerte, se hizo algo de modo que lo fuerte pareciera justo. Ahora probablemente salgan algunos con el ya consabido ‘rechazo del maniqueísmo’ como si de una proeza intelectual y de análisis se tratara. Pero no tomar partido en el enfrentamiento que opone el violento con su víctima es en realidad tomar el partido del violento, animarle a sus empresas. Triste expresión de nuestro país, donde tantas veces neutralidad es el otro nombre de complicidad, donde la violencia también en un aula hace crecer la anomia de una sociedad demasiado silenciosa a veces.
Edorta Elizagarate, psiquiatra, EL DIARIO VASCO, 5/10/2004