- La UE se pregunta qué quiere Putin. Y lo que quiere está muy claro. Aprovechar nuestra debilidad para recuperar la grandeza de la vieja Rusia. Putin parte con dos ventajas: la de su poder militar y la de su resolución. Europa de eso no tiene.
Ala vista de lo que publican los grandes medios europeos, e incluso repasando la comparecencia de José Manuel Albares en el Congreso, y de los líderes nacionales y continentales, uno se imagina a Vladímir Putin muerto de risa, cabalgando a pecho descubierto hacia la frontera ucraniana, a lomos del oso de aquella mítica fotografía trucada.
En la Unión Europea (UE) seguimos preocupados por cuál será su próximo movimiento y anticipamos una reacción «proporcionada, disuasoria y efectiva». Es decir, seguimos jugando al juego que Putin propone.
Por eso, no hay ningún secreto en esa conclusión que los más atrevidos, sólo a veces, pronuncian en público: «Moscú siempre va un paso por delante». Y por eso se queda siempre corta la aparentemente avezada conclusión europea. Llegará el día en el que debamos pensar más en cuál es el juego que en su próximo movimiento.
Nadie ha dicho nunca que Putin sea maestro del ajedrez, no sabemos si tiene esa visión estratégica. Pero sí que circula por internet su carnet de jefe-espía de cuando la Guerra Fría. Y nadie que no sea muy listo llega con sólo 35 años a teniente coronel de la KGB en la Alemania socialista de los años 80.
Si es verdad que lo más oscuro llega antes del amanecer, esa década previa a la caída del Muro de Berlín funcionó en su mente megalómana, sin duda, como una gran escuela estratégica. Después de los zares, sólo Iósif Stalin tuvo un mandato más largo que los 23 años que él lleva a los mandos del Kremlin. De aquí a 2028, nada indica que Putin no pueda superarlo. Como mínimo, busca recuperar sus poderes.
«España ha movilizado tres barcos, 650 soldados y ofrecido seis cazabombarderos desde su ‘compromiso con los aliados de la OTAN y con los socios europeos’. Pero Kiev no está en ninguno de esos dos clubes»
Los europeos seguimos centrados en preguntarnos qué quiere Putin. Y lo que quiere, en realidad, está muy claro. Aprovechar nuestra debilidad para recuperar la grandeza de la vieja Rusia. Y parte con dos ventajas, la de su poder militar y la de su resolución. Europa de eso no tiene.
Desde 1999 (precisamente el año en que Putin tomó el mando de la moribunda superpotencia), la UE viene discutiendo sobre su necesaria autonomía estratégica. Con entre poca y ninguna esperanza realista porque, en verdad, comenzó planteándose su independencia estratégica, pero ya dimos el paso (¿realista?) de rebajar la gradación del sustantivo.
Es más, en un afán por salirse del marco fracaso de dos décadas largas de frustración, el Alto Representante Josep Borrell ha hecho suyo un concepto más bonito y etéreo: ni independencia ni autonomía, basta una brújula.
La Brújula estratégica es el nombre del documento que hoy se discute en las cancillerías de los 27 Estados miembros. Y que Emmanuel Macron quiere llevar a término y efectividad durante sus seis meses de Presidencia de turno del Consejo, que coinciden con su campaña para la reelección. Sería el primer presidente de la República que lo logra en el siglo XXI.
España ha movilizado ya tres barcos, 650 soldados y ofrecido seis cazabombarderos para «proteger la soberanía de Ucrania» desde su «compromiso con los aliados de la OTAN y con los socios europeos». Pero Kiev no está en ninguno de esos dos clubes. Entonces, ¿qué se nos ha perdido allí?
Entendemos como europeos que es una obligación moral, basada en nuestros valores, la asistencia a este país. Y es cierto que es un compromiso heredado de cuando, al desmembrarse la URSS, Ucrania renunció a su armamento nuclear a cambio del acuerdo de Occidente de defenderla de cualquier posible agresión de Moscú.
Pero aquella promesa se hizo en otro mundo en el que había sólo ya una superpotencia, Estados Unidos. Hoy, el amigo americano decae como tal, desinteresado del escenario europeo, independizado energéticamente del petróleo de Oriente Próximo, humillado en el frente asiático de Afganistán… y debe enfrentarse al resurgir ruso y, sobre todo, el empuje chino.
Además, aquel contrato ya se ha traicionado en, al menos, tres ocasiones. Cuando el proeuropeo Viktor Yushchenko fue envenenado con dioxina rusa en 2006; cuando los ucranianos fueron masacrados por reclamar su propia independencia estratégica en el Euromaidán de 2013; y un año después, al mirar para otro lado en la toma y anexión de Crimea, seguida de una falsa guerra civil en el Donbás.
Si en las tres agresiones previas no hicimos nada, ¿por qué ahora sí habría que preparar ataúdes para el viaje de vuelta de nuestros soldados? ¿Por una promesa de otra época que negamos, tres veces tres, haber hecho? ¿O porque esa promesa tiene un sentido que nos conviene? Sabemos adónde manda Pedro Sánchez nuestros barcos (mar Negro), aviones (Bulgaria) y soldados (Letonia). Pero ¿sabemos a qué van?
La respuesta estratégica está en irle aplicando, por orden alfabético, todas las preposiciones del idioma castellano a la pregunta «¿vamos a Ucrania?». A qué, ante cuáles circunstancias, bajo qué intereses, con quién, contra quién, desde qué premisas, hasta cuándo aguantaremos… y así.
Por eso, y aunque sería muy útil tener poderes telepáticos y saber qué piensa hacer Vladímir Putin con sus ya 120.000 soldados apostados en las fronteras de Ucrania, mucho mejor sería tener claros los poderes que queremos tener los europeos. Y para qué los queremos. Así podríamos respondernos qué queremos nosotros con Ucrania, de Ucrania, para Ucrania…
O si nos interesa que el gas ruso nos siga calentando las casas y alimentando las industrias. O incluso si, en un futuro cercano, tenemos diseñado cómo hacer para que los movimientos por tierra, mar o aire con los que disuadimos a Moscú dejen de ser dictados por Washington.
En la visión meramente española (que no deja de ser europea), lo mismo podríamos decir del gas argelino. Mientras las fábricas españolas alimenten sus motores con la energía que nos llega del sur (y permítanme la brocha gorda de no explicar aquí el secular lío entre Argelia, Marruecos y el viejo Sáhara español), serán Mohamed VI y su mano en el grifo migratorio los que irán marcando nuestros movimientos.
Y eso, una vez más, tiene que ver con la renuncia europea a tener un plan. Si no hay objetivos, no puede haber estrategia. Y sin estrategia es inútil desarrollar tácticas, salvo que éstas sean de reacción tras la acción del rival.
El perro de Pávlov
El hecho de que sea Rusia la que mantiene una política más agresiva no debería desviar la atención europea de cuál es su problema en la escena internacional: la falta de personalidad. Mientras no seamos alguien seguiremos actuando al dictado de nuestra respuesta a los estímulos exteriores, como el perro de Pávlov.
Porque igual que nuestro «enemigo» ruso quiere hacer algo con nosotros, también lo quiere hacer nuestro «amigo» americano. Nadie es aséptico, ni altruista, ni solidario siquiera, en geopolítica o relaciones internacionales. Si Moscú nos quiere débiles, Washington también. La estrategia de ambos es la misma, simplemente cambian los objetivos de cada uno.
Y una cura de humildad más: no es que nos quieran débiles porque una vez fuimos fuertes. Ninguno de los dos actores principales (y perdonen, de nuevo, que esta brocha gorda ahora no pinte el rojo chino) nos tiene especial inquina ni quiere vengarse de nada. Sólo aprovechan la ocasión, con un bajísimo coste de oportunidad en ambos casos, para llenar los huecos que dejamos. No ya sólo en la esfera global, sino incluso en nuestro propio territorio.
Rusia quiere desestabilizar a la UE manteniéndonos ocupados en distintos escenarios incómodos. Algunos, con dimensión puramente local. Como la alimentación del procés por su ejército de bots -como me comentaba esta semana un eurodiputado- y las plataformas pretendidamente informativas que dependen más o menos del Kremlin. Y otros, de dimensión más elaborada. Como los desafíos migratorios en las fronteras polaca y húngara, o las tensiones inflacionarias en el suministro energético -que me señalaba un embajador-.
A Europa le va más el corto plazo, en el que funciona la retórica de las palabras y «los valores», que el largo, que exige una posición común de 27 cancillerías con muy distintas motivaciones.
Y Washington nos desea dependientes porque nos da por descontados. Conquistados culturalmente, un cómodo satélite: compartimos valores originarios y eso facilita el mantenimiento del statu quo. Además, no somos contestatarios. Primero, por un endeudamiento moral, casi genético, tras las dos guerras mundiales (y sobre todo, las posguerras). Segundo, porque como decía Henry Kissinger, en el despacho oval hubo un teléfono rojo para hablar con Moscú, pero «nadie sabe a qué número hay que llamar para hablar con Europa».
«La ‘Brújula estratégica’ de Borrell, que ha tenido la virtualidad de reabrir un debate necesario, no nos sacará por sí misma del desierto de poder de Europa en el mundo»
Ni falta que le hace hoy a Joe Biden. Darnos opción de tener posturas propias debilitaría definitivamente la influencia de Estados Unidos en el mundo.
Por eso, la Brújula estratégica de Borrell, que ha tenido la virtualidad de reabrir un debate necesario, no nos sacará por sí misma del desierto de poder de Europa en el mundo. A la inversa que la Rusia de Putin, los europeos sí tenemos escrúpulos, los derechos humanos. Y no tenemos ejército: aunque Donald Trump nos quiso echar de casa a gritos, seguimos sentados a la puerta porque no sabemos hacernos mayores.
Es dudoso concretar si el aparente éxito de este nuevo intento europeo de echar a andar se basa en que hay un coste de oportunidad enorme si no se aborda el problema (algo que ha sabido ver, por ejemplo, Putin) o si el nombre se ha elegido expresamente porque no molesta a nadie. Porque no compromete a nada: si lo llamamos «brújula» no tenemos que decidir si queremos ser independientes, autónomos o seguir errantes.
Y si lo llamamos «brújula», respondamos. ¿Para qué sirve una brújula? Es un instrumento que no te marca el camino, que sólo te dice dónde está tu objetivo si sabes cuál es. De nada sirve confirmar dónde está el norte si no sabes adónde vas.
Esa es la pregunta, hoy y siempre sin respuesta, de la integración europea.
*** Alberto D. Prieto es periodista.