IGNACIO VARELA-El Confidencial
- Ni hace 15 días estábamos a las puertas de la guerra civil ni ahora reina la concertación política: estamos en la transición de la fase más aguda de la crisis sanitaria a la más violenta de la económica
Mientras perpetraba ese golpe de Estado, el Partido Popular votó a favor de tres prórrogas del estado de alarma, otorgando poderes extraordinarios al Gobierno al que presuntamente pretendía derrocar. Apoyó también el decreto-ley que regula la fase posterior, con la única condición de que se tramitase como una ley ordinaria. Respaldó el ingreso mínimo vital, que es la medida más importante producida por este Gobierno. Sus presidentes autonómicos acudieron a 14 reuniones telemáticas con Sánchez para que este les informara de lo que ya habían leído en la prensa. Avala la candidatura de Calviño a la presidencia del Eurogrupo. Prestó sus votos para frenar la cacería de Felipe González impulsada por los aliados de Sánchez, y está negociando el documento de conclusiones de la llamada ‘comisión para la reconstrucción’. Ojalá todos los golpistas del mundo fueran así.
La pregunta pertinente no sería en qué anda el PP —como escupió en el Congreso la inefable Calvo—, sino en qué anda un Gobierno más interesado en empujar a su oposición a lo alto del monte que en atraerla hacia el valle.
Cierto que los dirigentes nacionales del PP camuflan esos gestos de pura responsabilidad bajo un discurso abrasivo, tan grotescamente feroz como el del oficialismo. Unos y otros barbarizan hasta el vómito, creando una peligrosa disociación entre lo que dicen y lo que hacen. Lo primero que hay que regenerar en España es la brutalización del debate político.
Ni hace 15 días estábamos a las puertas de la guerra civil ni ahora reina la concertación política. Más bien estamos en la transición entre la fase más aguda de la crisis sanitaria —en la que todo empuja inercialmente hacia la colaboración, aunque se disfrace de enormidades verbales— y la más violenta de la crisis económica, que recrudecerá los disensos aunque se revistan de apelaciones al acuerdo. Las calamidades naturales suelen ser socialmente centrípetas y las crisis económicas, centrífugas.
Gobierno y PP han coincidido en una tregua tácita para salir del estado de alarma sin excesivas agresiones mutuas. El virus no da más de sí como objeto de la bronca, y se había traspasado de largo el umbral de tolerancia al esperpento parlamentario. Además, ahora la gestión de la pandemia —incluidos los rebrotes— recae sobre los gobiernos autonómicos, y estos no pueden permitirse una quiebra institucional por el gusto de sobreactuar en la trinchera partidista.
En este periodo transitivo, ambas partes digieren su porción del principio de realidad. El Gobierno metaboliza el hecho de que su programa económico fundacional ha quedado inservible, y se prepara para un calvario aún mayor que el que padeció Zapatero. La oposición asimila que hay Pedro Sánchez en Moncloa para toda la legislatura. Se disipa la fantasía de que una implosión de la coalición gobernante desemboque en elecciones anticipadas. Con Iglesias o sin él, solo una improbable evolución paradisíaca de la situación (que aparezca la vacuna y la crisis económica sea cosa de unos meses, dando paso a una recuperación espectacular en 2021) invitaría a Sánchez a jugarse el poder en las urnas antes de tiempo.
El PP va comprendiendo que debe prepararse para una carrera de fondo. Ello lo obliga a modular su plan de oposición, adaptándolo a la evolución de las coyunturas. De momento, se vive una tensa espera hasta que, a finales de julio, los datos trimestrales de la EPA y el PIB, que serán demoledores, declaren oficialmente la hecatombe económica.
La evolución combinada de la crisis económica y la sanitaria marcará la estrategia del Partido Popular. Si se cumplen los peores augurios sobre la economía, el malestar social será un potente incentivo para extremar la confrontación con el Gobierno. Una depresión profunda, con seis millones de parados y cientos de miles de empresas extinguidas, es campo abonado para una guerra política sin cuartel, como demostró Rajoy entre 2009 y 2011. Aquella crisis se llevó por delante más de 20 gobiernos en Europa y esta no se quedará atrás. Para ello necesita, además, que la pandemia, sin desaparecer del todo, ceda hasta convertirse en parte del paisaje: pasar la recesión con mascarillas, pero con los hospitales desahogados.
Las elecciones quedan lejos, esa es la clave. Durante ese tiempo, Pablo Casado tiene que construir una alternativa de poder verosímil y capaz de capitalizar el desgaste del Gobierno sin generar anticuerpos que provoquen un rechazo del cuerpo social y compacten reactivamente la mayoría que sostiene a Sánchez.
Es decir, necesita poder ofrecer, cuando llegue el momento, la expectativa creíble de una mayoría de gobierno que pivote sobre el centro derecha más que sobre una alianza con la extrema derecha. El horizonte de un Gobierno en el que Vox tenga una presencia necesaria y determinante (la contraimagen del actual) es veneno para la alternativa, y podría proporcionar a Sánchez el salvoconducto para la reelección. De ahí el extraordinario interés de este por ligar al PP con Vox, potenciar al máximo el partido de Abascal y sacar de la ecuación a Ciudadanos. El bifachito como salvavidas.
Ahora bien, para llegar a ese punto, el PP necesita imperiosamente recuperar una parte sustancial de los millones de votantes que lo abandonaron para irse con Vox. Ello implica restringir drásticamente el oxígeno a un Gobierno castigado por la crisis y sostener una línea de crítica acerba que resulte atractiva para esos votantes fronterizos con la extrema derecha.
El plan que, según los indicios, estaría incubando Casado consiste en restablecer la hegemonía indiscutida del PP en el espacio de la derecha a costa de Vox y retener a Ciudadanos como aliado para una alternativa de centro derecha. Ello requiere sostener la imagen de un PP bifronte: se necesita a Ana Pastor y a Feijóo (la experiencia de gobierno y el poder institucional en los territorios) tanto como a Cayetana Álvarez de Toledo (que opera como líder ‘de facto’ del electorado más próximo a Vox) y a Teodoro García Egea, encargado de blindar la estructura orgánica frente a las presiones —que llegarán, sin duda— para traer a Madrid al líder gallego. Un equilibrio muy delicado, altamente inestable… y muy aznariano.
En algo coinciden hoy Sánchez y Casado: a ambos les repele la idea de acordar los Presupuestos. Nada más alejado de sus respectivas estrategias que algo que parezca un pacto de concentración nacional. La coalición PSOE-UP puede absorber —no sin tensiones— un acuerdo con los 10 diputados de Ciudadanos, pero no resistiría hacer lo propio con el PP. En cuanto a Casado, entregar esa pieza a Sánchez e Iglesias sería tanto como desproteger por completo su flanco derecho y pavimentar la escalada de Abascal a las cumbres de Le Pen.
Así que la canción del verano y del otoño será no cómo encontrarse, sino cómo culpar al otro del desencuentro. Sánchez ha fijado los términos con toda claridad: si quieren acuerdo, que apoyen al Gobierno. Que se sometan, vaya. Justo lo que Casado no puede permitirse. Ambos lo saben.