Cristian Campos-El Español
Dice Adriana Lastra que «aquellos que hasta hace dos días apuntaban al final de la historia están en los márgenes de la historia». El que lo apuntaba era Francis Fukuyama en 1992, tras el final de la Guerra Fría y la caída del Muro de Berlín en 1989, pero Lastra parece creer que la tesis la pergeñaron Pablo Casado, Santiago Abascal e Inés Arrimadas al alimón durante la última manifestación de Colón.
En realidad, lo que sostenía el politólogo estadounidense Francis Fukuyama es que el fracaso del socialismo en todos los frentes (político, cultural, económico y moral) suponía el fin de la historia en forma de victoria de las democracias liberales, entendidas como aquellas que disfrutan de una economía de libre mercado, de un gobierno representativo y de un sistema que respeta los derechos civiles de sus ciudadanos.
De las palabras de Lastra, vicesecretaria general del PSOE, se deduce que los tres principios mencionados, el mínimo común denominador de cualquier democracia que merezca ese nombre, están ahora «en los márgenes de la historia».
¿Y cuál es la alternativa? ¿El socialismo entendido como un régimen hostil a la libertad de mercado, con un Gobierno nepotista al asalto de las instituciones y que reparte de forma caprichosa privilegios políticos a determinados colectivos, regiones, empresas o ciudadanos en función de su disposición a contribuir a la hegemonía del régimen?
Porque eso son Vladímir Putin y Xi Jinping.
Con una diferencia. Mientras Putin y Jinping alientan de forma cínica los nuevos dogmas de fe del socialismo occidental (cambio climático, indigenismo, nacionalismo, revisionismo histórico, tema trans y LGTBI, juvenalismo adanista, racismo inverso, utopismo digital) para convertirlos en el caballo de Troya que incinere la democracia liberal desde el interior de la fortaleza, Adriana Lastra cree de forma sincera, casi religiosa, que estos son el camino hacia el futuro. El centro de la Historia.
Las adrianalastras occidentales son un elemento esencial en la estrategia china y rusa. Esa que dice que cada euro invertido en energías verdes es un euro menos para espionaje tecnológico y misiles balísticos nucleares intercontinentales DF-41.
Pero el fracaso histórico del socialismo, mal que le pese a Lastra, no es mera propaganda. Todos y cada uno de los países en los que se ha impuesto un régimen socialista, siempre por la fuerza de las armas, han fracasado con estrépito: la Unión Soviética, Cuba, Bulgaria, Mozambique, Camboya, Hungría, Corea del Norte, Vietnam, Rumanía, Somalia, Yugoslavia, Albania, Polonia, Venezuela, Nicaragua…
Ni uno solo de esos regímenes socialistas ha sido capaz siquiera de superar esa primera fase en la que las elites del partido se comprometen a redistribuir la riqueza nacional creada por las clases burguesas del régimen anterior como primer paso hacia la consolidación de una sociedad sin clases.
De hecho, el socialismo ni siquiera suele alcanzar esa primera fase de reparto de la riqueza porque, paralizado por su incapacidad para generar progreso (el socialismo es una filosofía de la destrucción corrosiva en oposición al capitalismo, que es una filosofía de la destrucción creativa), se enquista en el primer estadio de su plan: el de la revolución perenne.
Una vez esa riqueza se agota, y a falta de recursos naturales gestionados de acuerdo con los principios de competencia y libre mercado, el socialismo se hunde por falta de combustible. La longevidad de ese régimen autoritario no depende ya entonces de sí mismo, sino de la fuerza de la represión que ejerza contra su pueblo y de los equilibrios geoestratégicos del momento. La prueba, en esas elites revolucionarias venezolanas que siguen en el poder sólo gracias al apoyo de Cuba, Rusia e Irán.
Y de ahí la perspicacia del socialismo europeo de los años 70 cuando decidió abandonar la ortodoxia comunista y abrazar el libre mercado ante la evidencia irrefutable, ya por aquel entonces, del fracaso del marxismo. En España esa caída del caballo llegó en el Congreso Extraordinario del PSOE de septiembre de 1979. Caída forzada, eso sí, por el órdago de la dimisión de Felipe González unos pocos meses antes.
Lo que el socialismo hizo en los años 70 fue inventarse la socialdemocracia pragmática. Es decir, mutar en parásito del capitalismo. El trato fue este: el capitalismo y sus brazos políticos, los partidos conservadores y liberales, indultarían al socialismo y se encargarían de generar la riqueza que luego este redistribuiría a su conveniencia, pero sin llegar al punto de asfixia del libre mercado que persigue el comunismo.
El razonamiento, desde el punto de vista del socialismo, es elemental. No se muerde la mano que te da de comer.
Pero la perspicacia se quedó a medias. Porque lo que hace la socialdemocracia en democracia es sólo ralentizar la llegada de la miseria. Algo que China ha entendido a la perfección: para que la combinación de socialismo y capitalismo funcione hay que erradicar la democracia de la ecuación. No se pueden tener las tres al mismo tiempo.
El pacto duró hasta la caída del Muro de Berlín, cuando quedó claro que uno de los dos firmantes era un coloso con los pies de barro. ¿Y quién necesita llegar a un trato con un competidor fracasado? La historia había acabado con la victoria de la democracia y la derrota del socialismo. Y eso fue lo que constató Francis Fukuyama.
Hoy, el socialismo vive una revolución en sentido contrario a la de los años 70. Es decir, una vuelta a los postulados del marxismo, maquillados esta vez con la cosmética purulenta de las nuevas religiones identitarias y los milenarismos apocalípticos de moda. La misma guerra por otros medios. Un solo ejemplo: esa reforma laboral «marxista» que defiende Yolanda Díaz y que obligará a la CEOE a luchar de nuevo, como no se había hecho desde los años 50 y 60 del siglo pasado, en defensa de la «libre empresa».
El cadáver del socialismo vuelve a la carga, olvidadas ya las lecciones históricas de los años 70, obligando a los demócratas a librar de nuevo las viejas batallas del pasado. La defensa de la democracia, la naturaleza humana y la libertad personal y de mercado. Subproductos todas ellas las unas de las otras.
El socialismo ha resultado ser un redentorismo con mala memoria. Pero el capitalismo, que no es una ideología sino unas reglas de juego, no debería olvidar las lecciones de los años 70. La próxima vez que el socialismo vuelva a la casa común de la democracia liberal prometiendo, esta vez sí, respetar los principios más elementales de la vida en sociedad (democracia, libertad e igualdad real de derechos) la respuesta debería ser un rotundo portazo en las narices.
Pero para llegar a ese punto debemos pasar primero por la fase previa. La del incendio de la casa común por parte del socialismo del siglo XXI. Lo estamos viendo en Chile, en Colombia e incluso en esos Estados Unidos devorados por la carcoma woke.
A Pablo Casado, en fin, se le van a incendiar las calles con su propio Mayo del 68 en cuanto sea presidente. Debería ir mentalizándose para resistir el tirón. Y frenar luego la tentación de llegar a un pacto con el derrotado en forma de nueva Constitución al gusto socialista. Conocer las pautas del pasado le ayudará en el empeño: cuando el socialismo negocia es que ya ha sido derrotado, como esos malos jugadores de ajedrez que ofrecen tablas cuando ven inminente el mate.