Carlos Sánchez-El Confidencial
- La invasión ha terminado, pero las cicatrices quedan. Afganistán demuestra cómo la política exterior de EEUU ha sido capturada por élites. Hay incompetencia, pero también corrupción
Se ha dicho hasta la saciedad que el fracaso no ha sido haber salido de Afganistán por la puerta de atrás, y con Biden y los gobiernos occidentales mendigando más tiempo a los talibanes para evacuar tropas y civiles, sino haberlo invadido. Y a la vista de los hechos, no hay ninguna razón para oponerse a tan poderoso argumento. Pero poca atención se ha prestado a desvelar cómo las élites, en unas ocasiones, han tragado las mentiras de sus gobiernos durante la invasión, mientras que en otros han colaborado de forma eficiente para alcanzar tan magros resultados respecto de lo invertido. O expresado de otra manera, cómo pequeñas minorías han capturado a los legisladores diciéndoles las cosas que estos querían oír.
Élites que incluyen a analistas, asesores, académicos, ‘think tank’ de supuesto prestigio, economistas y, por supuesto, periodistas. Muchos avalaron la estrategia de cuatro presidentes —de George W. Bush a Biden— en Irak, Libia, Siria, Yemen, Somalia o Afganistán, pero hoy no hay ninguna autocrítica. Sin duda, porque es muy conocido que la victoria tiene muchos padres y la derrota es huérfana. Todos y cada uno de esos países están hoy en una situación mucho peor que hace dos décadas, cuando en plena apoteosis conservadora tras el derrumbe de la dictadura soviética, se pensaba que la democracia se podía imponer con tanques.
¿Hay alguna autocrítica? Muy al contrario, la naturaleza de la respuesta de las élites ha pasado por culpar a quien ha ordenado una evacuación torpemente calculada y peor ejecutada, pero ni una palabra de arrepentimiento. Ni una disculpa de la OTAN y de sus ejércitos. Ni una reflexión en voz alta sobre qué ha fallado y por qué se han cometido tantos errores desde que Reagan alimentó a los talibanes con misiles Stinger tierra-aire.
Captura de las instituciones
No solo en EEUU, con administraciones secuestradas durante décadas por minorías que Ben Rhodes, asesor de seguridad de Obama, denominó ‘blob’, y que vienen a ser como una mancha amorfa que se extiende y se cuela por los entresijos del poder como si se tratara de una secta, ya sea en Washington, Bruselas o, incluso, por Moncloa, aunque con una enorme capacidad de influencia. Y que después de dejar sus groseros errores en las hemerotecas en forma de cientos de miles de muertos en guerras tan costosas como inútiles continúan dando estúpidos consejos sobre lo que hay que hacer después de haber capturado las instituciones.
También en Europa, que ha hecho un seguidismo casi entreguista de la estrategia exterior de EEUU, y que hoy recibe a los refugiados con honores —no solo los italianos saben ganar las guerras que pierden— como si no tuvieran nada que ver con los errores y horrores cometidos por una invasión equivocada y prolongada innecesariamente en el tiempo con el aval de los supuestos expertos. En muchos casos, con claros conflictos de intereses.
Probablemente, porque la política ha perdido prestigio y hoy ya no están en ella los mejores, sino en quienes se acercan al poder para medrar, con todas las excepciones que se quieran, conscientes de que pasados algunos años, y ya con buena agenda en el zurrón, nadie se acordará de ellos, aunque sí de sus víctimas. Esto puede explicar la explosión en los últimos años de asesores presidenciales —Karl Rove (Bush), el propio Rodhes (Obama), Steve Bannon (Trump), Cummings (Boris Johnson) o, en España, Iván Redondo, cuyo prestigio no está basado en sus aciertos, sino en su capacidad para estar cerca de los círculos del poder en el momento oportuno—. Asesores de la nada, que diría Alfonso Guerra en los primeros años 90.
Es decir, una especie de subcontratación de la acción política por parte de lo que se ha llamado élites extractivas, que en lugar de descansar en los dirigentes de los partidos políticos, lo que exige sistemas de elección democráticos dentro de las organizaciones, ha derivado en minorías con gran capacidad de influencia que funcionan a la manera de un ‘lobby’, fomentando el amiguismo en las altas esferas de la Administración y con herramientas para moldear el comportamiento político de los grupos sociales. Como un club cerrado que no rinde cuentas ante nadie, sino a su balance contable. Mucho de lo que ha pasado en los últimos años en la política exterior de EEUU tiene que ver con ello.
Castas hereditarias
Merece la pena leer, en este sentido, un lúcido texto firmado en 2005 —hace 16 años— por Sam Rosenfeld y Matthew Yglesias publicado en The American Prospect, en el que ya por entonces recordaban la enorme cantidad de políticos y pensadores —no solo neocons como Rumsfeld, Wolfovitz o Cheney— de centro y de la izquierda moderada que apoyaron la intervención en Irak y la permanencia de EEUU en Afganistán. Y que incluía a editores de los periódicos más prestigiosos, académicos de Harvard, analistas de los mejores centros de pensamiento y columnistas con enorme talento para predecir el pasado, y que forman parte de eso que Gaetano Mosca denominó «castas hereditarias». Solo un puñado de medios y analistas independientes se opusieron a la estrategia norteamericana en Asia central, pero nadie les hizo caso porque eran ‘radicales’.
Solo un puñado de medios y analistas independientes se opusieron a la estrategia norteamericana en Asia central
En definitiva, algo parecido a lo que sucedió en la anterior crisis financiera, que dejó a millones de personas en la calle, pero que tampoco nadie vio venir. Ni los bancos centrales, ni los gobiernos, ni los servicios de estudios, ni las tasadoras inmobiliarias. Ni, por supuesto, los bancos privados o las agencias de rating, que fueron colaboradores necesarios para que la burbuja financiera creciera porque en ello iba el grosor de sus bonus.
Como ha escrito Matt Stoller, esto se debe a que no solo la política se ha subcontratado y se ha dejado en mano de minorías con una enorme capacidad de influencia sobre las políticas públicas, sino incluso porque hasta la guerra, a la que por cierto van los inmigrantes y los pobres, se ha externalizado.
El caso McKinsey
Consultoras como McKinsey y otros miles de compañías de asesoramiento del Pentágono han estado haciendo negocios en Afganistán durante dos décadas. Aquí se puede leer el contrato de 18,6 millones de dólares que se firmó en su día para ayudar al Departamento de Defensa a definir su «enfoque estratégico». Como si la Administración estadounidense, curtida en mil guerras, no tuviera capacidad de análisis. Lo paradójico es que los organismos encargados de fiscalizar el gasto han descubierto que solo existe un informe de 50 páginas sobre el potencial de desarrollo económico estratégico en Herat, una provincia en el oeste de Afganistán. Precisamente, una de las localidades que han estado bajo el control de España. Ese «enfoque estratégico» era en realidad un PowerPoint que costó casi 19 millones de dólares. Aquí los millonarios negocios de McKinsey con el ejército de EEUU en Afganistán, hasta 77 contratos.
No puede extrañar, por eso, que Sami Sadat, general de tres estrellas del ejército de Afganistán haya escrito hace unos días en el ‘The New York Times’: «Los contratistas mantuvieron nuestros bombarderos y nuestros aviones de ataque y transporte durante toda la guerra». En julio, sin embargo, la mayoría de los 17.000 contratistas —aquí el enorme negocio de la privatización de la guerra—se habían marchado tras el anuncio de Biden de que cumpliría el acuerdo de Trump con los talibanes.
Occidente, y España, han sido impecables en la evacuación, pero han sido un desastre montando guerras que se podían haber ahorrado
Eso significó, continúa el general afgano, que combatió hasta el último día y que antes había sido director de la inteligencia de su país, que «un problema técnico ahora significaba que una aeronave, un helicóptero Black Hawk, un transporte C-130 o un avión no tripulado de vigilancia se quedaba en tierra». Los contratistas también se llevaron el software del que eran propietarios, y que permitía que funcionara el sistema operativo del armamento. Incluso, insiste, se llevaron físicamente el sistema de defensa antimisiles de los helicópteros afganos. Y, para terminar, una confesión terrible: «El acceso al software en el que confiábamos para rastrear nuestros vehículos, armas y personal también desapareció. La inteligencia en tiempo real sobre los objetivos también se fue al garete». Su conclusión es tan amarga como lo puede ser para un general dejar atrás su país y a sus soldados después de haber luchado durante dos décadas contra el horror talibán: «Tengo una enorme sensación de traición».
Nada más que añadir. Los afganos han pagado, pero no quienes empujaron a la invasión. Occidente, y España, han sido impecables en la evacuación, y hay que felicitar al Gobierno, a las fuerzas armadas y a todos los implicados en la ayuda humanitaria, pero han sido un desastre montando guerras que se podían haber ahorrado. Al fin y al cabo, como dicen en War Machine, la película más ácida sobre Afganistán, «en los viejos tiempos las guerras se libraban contra los ejércitos convencionales de los Estados-nación, sin embargo, cuando vas a invadir un lugar que probablemente no deberías haber invadido, acabas luchando contra gente nornal vestida con ropa normal. Esos tipos son los que llamamos insurgentes. No son más que tipos que han cogido las armas, como harían ustedes si alguien invadiera su país. Lo más curioso es que la insurgencia es imposible de derrotar».