Fernando Reinares-El Correo

  • La elaboración de una narrativa yihadista sobre la victoria talibán frente a EE UU va a ser utilizada en estrategias de radicalización y reclutamiento por todo el mundo
FERNANDO REINARES Director del Programa sobre Radicalización y Terrorismo en el Real Instituto Elcano. Catedrático de Ciencia Política y Estudios de Seguridad en la Universidad Rey Juan Carlos

Afganistán está de nuevo en manos de los talibanes, que vuelven a hacerse con el poder veinte años después. Ha sido la culminación de un proceso que se desarrolló paulatinamente a partir de 2003, cuando la prioridad y los recursos concedidos a la estabilización del país surasiático y a evitar que su territorio sirviera como santuario de Al Qaeda se desviaron para invadir Irak, lo que además resultó contraproducente tanto para promover la democracia en Oriente Medio como para erradicar el terrorismo yihadista. Un proceso que avanzó de manera decisiva con el inicio en 2013 del repliegue de las tropas internacionales y que se aceleró de modo irreversible cuando la Administración del presidente Donald Trump ordenara una insólita negociación con los talibanes y mientras su sucesor en la Casa Blanca, Joe Biden, anunciaba que los norteamericanos salían definitivamente del territorio afgano.

Abandonar Afganistán con la misión incumplida, sin haber conseguido que en el país se consoliden instituciones distintas a las tradicionales o que exista una sociedad civil suficientemente robusta, sin haber impedido que los umbrales de pobreza bajo los cuales se encuentra gran parte de la población o una corrupción estructural omnipresente otorgasen bases suficientes de legitimidad a un posible nuevo orden político y sin haber evitado el constante reforzamiento de una insurgencia talibán que fue ampliando con éxito su estrategia de control hasta regresar a Kabul, es un enorme fracaso. Un enorme fracaso de Estados Unidos, de la OTAN y de la comunidad internacional en su conjunto, como también lo es de las que hasta hace unos días eran las autoridades afganas. Un fracaso que, en lo que atañe a la seguridad, tiene desde luego consecuencias internas, regionales y también globales.

Para las gentes de Afganistán, con los talibanes en el poder la seguridad interior pasa a consistir en una aplicación rigorista y coactiva de la ley islámica como forma de mantenimiento del orden público en todas sus dimensiones. La ley y la obligación de cumplir la ley serán, bajo el nuevo régimen talibán, la sharía y la obligación de cumplir con la sharía. Está por ver si los vencedores y el monto de quienes se van a apuntar al caballo ganador encontrarán resistencia por parte de la generación de afganos residentes en áreas urbanas que no conocieron el anterior régimen talibán y están acostumbrados al acceso libre a Internet. Pero no cabe prever que el nuevo Gobierno tolere disidencia pública, menos aún si procede de mujeres o de las minorías étnicas o religiosas que existen en Afganistán.

En relación con la geopolítica del sur de Asia, el nuevo Gobierno talibán de Kabul altera los parámetros de la seguridad regional en beneficio de los servicios de Inteligencia, el estamento militar y las fuerzas islamistas de Pakistán, que siempre han considerado a los talibanes como el instrumento más eficaz para avanzar sus intereses y ambiciones en Afganistán. Pero, a diferencia de lo que ocurrió con el pasado régimen talibán, cuyo Gobierno sólo fue reconocido por Pakistán, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos, es probable que el nuevo lo sea tanto por potencias próximas a la región, debido a razones pragmáticas, como por más países con poblaciones mayoritariamente musulmanas debido al auge del islam político. Si Naciones Unidas no lo atempera, ello ahondará fracturas en el orden internacional que se agravarían con problemas humanitarios y de seguridad derivados de una crisis de refugiados afganos.

En el ámbito de la seguridad global, hay un riesgo inherente a la reinstauración del Emirato Islámico de Afganistán que sobresale por encima de cualquier otro. Ese riesgo consiste no tanto en que el país se convierta de nuevo en un santuario de Al Qaeda y de otras organizaciones yihadistas afines, como en que el espacio transfronterizo entre Afganistán y Pakistán, incluyendo las adyacentes áreas tribales de Pakistán, recupere su doble condición de epicentro del yihadismo global y de foco principal de la amenaza del terrorismo yihadista en el mundo, que tuvo hasta 2011 pero que a lo largo de la última década se había desplazado a Siria e Irak. Además, la elaboración de una narrativa yihadista sobre la victoria talibán frente a Estados Unidos y sus aliados va a ser utilizada en estrategias de radicalización y reclutamiento por todo el mundo, como evidencia de la utilidad del terrorismo.

Los talibanes afganos no han dejado de estar relacionados con Al Qaeda, cuyo directorio permanece en el noroeste de Pakistán, ni con sus entidades asociadas en la región, casos de Therik e Talibán Pakistán o de la Red Haqqani, bien conocidas por el uso sistemático que hacen del terrorismo donde se encuentran establecidas. Ahora van a desenvolverse en un entorno mucho más permisivo, en el que son hegemónicas. Esto y el éxito de los talibanes propiciará que buena parte de quienes desertaron de sus filas para unirse a Estado Islámico regresen e incluso coincidan con jóvenes afganos radicalizados tras experimentar una frustración de sus expectativas. Todo ello favorecerá que el mando central de Al Qaeda actualice sus capacidades para, directamente o mediante alguna de sus ramas territoriales, planificar atentados fuera de Afganistán y Pakistán, incluyendo en Europa occidental.