Tonia Etxarri-El Correo
Cansancio, hartazgo, tristeza, pesimismo, impotencia, sufrimiento. Y miedo. Estas son las expresiones manifestadas por los ciudadanos de Cataluña que han vivido una semana trágica en la que han tenido que sortear los movimientos de su vida cotidiana entre carreteras cortadas, sabotajes y hogueras en un paisaje de destrucción resistiéndose a caer en la resignación como única vía de escape. En los despachos, el Gobierno de Sánchez sobrepasado por los acontecimientos. La inoperancia ha puesto en cuestión su solvencia política. Puede ser que los cálculos electorales, pensando en pactos con ERC después del 10-N, le hayan bloqueado. Pero esa inacción gubernamental ha ofrecido una imagen de vacío de poder. Si hubiera sido cierto que el Ejecutivo ya sabía lo que iba a ocurrir y que lo tenía todo previsto, la conclusión no puede ser más desalentadora. Porque la toma del aeropuerto de El Prat, por ejemplo, tendría que haberla evitado.
Pero no es cuestión de sacar pecho. Porque lo que ha ocurrido, en realidad, es que Pedro Sánchez se ha abonado al club de la ensoñación. Llegó a creer, y así lo dijo en los corrillos de la recepción del 12 de octubre, que no se iban a producir altercados graves en las calles catalanas como reacción a la sentencia del ‘procés’. Bingo. Pero el mismo Gobierno que, días antes, había dicho que gracias a los socialistas se había frenado el independentismo (Ábalos dixit) se equivocó. Y ha estado durante cinco días hablando de proporcionalidad, prudencia y moderación pero ‘noqueado’ y sin reaccionar. Le han llegado a recordar que en 2010 el Gobierno socialista de Zapatero declaró el Estado de alarma ante el conflicto de los controladores aéreos. Pero Sánchez no ha hecho ningún movimiento que pueda molestar a sus posibles socios independentistas. Una situación de riesgo para la convivencia futura y que, además, puede acarrear consecuencias. En las urnas, el hartazgo lo carga el diablo. Con las barricadas incendiadas durante demasiado tiempo y dando una imagen de Barcelona como ciudad sin ley, el reclamo de que alguien sea capaz de restaurar el orden, la seguridad y la convivencia puede proyectarse hacia siglas políticas que nada tengan que ver, precisamente, con las del partido de Sánchez.
Aplacado el fuego, de momento, y contenidas las iras de los desestabilizadores de salón («los separatistas se llaman aquí, simplemente, perturbadores», escribía Chaves Nogales en sus crónicas de la Cataluña de la Segunda República), subyace la tentación de volver a los entretenimientos mediáticos. Sánchez no le coge el teléfono a Torra pero sus ministros se reúnen con el vicepresidente de la Generalitat. La división entre independentistas es puramente tacticista. En un territorio cuyo Gobierno se ha instalado en modo insurreccional, su capacidad de manipulación pervirtiendo el lenguaje le da mil vueltas a los partidos democráticos. La combinación de las manifestaciones pacíficas con las guerrillas urbanas induce al juego maniqueo de diferenciar a los independentistas buenos de los malos. Sin caer en la cuenta de que los mismos dirigentes que se presentan como ‘pacíficos’ son los mismos que luego no solo no condenan la violencia sino que la utilizan para presionar a La Moncloa.
La revolución, con el golpe a la Constitución impulsado desde el poder, seguirá su camino. Mientras Casado y Rivera, que ofrecieron a Sánchez colaboración para que tomara medidas en Cataluña, le piden que rompa sus pactos con la izquierda nacionalista. O no le creerán. Marlasca, el ministro ‘minimizador’, empeñado en que estamos sólo ante un problema de orden público. Pero este desorden procede de la deslealtad institucional que se proclamó en 2017. La élite política catalana se ha levantado contra el Estado español, contra las instituciones democráticas. Un Estado que ha permanecido desaparecido de Cataluña desde la Transición. No parece que al PNV, por mucho que se manifieste de la mano de EH Bildu, le convenga seguir la estela de los iluminados catalanes que quisieron organizar un Estado paralelo, saltándose la ley.
El daño ya está hecho. La inacción del gobierno de Sánchez traerá consecuencias nefastas. Tardaremos mucho en reponernos de este duelo si no se impone la ley. Se agravará la hostilidad entre las dos Cataluñas. Y el candidato socialista irá a las urnas arrastrando un gran lastre. Que diga que ya lo sabe no es suficiente para infundir tranquilidad.