Roberto Blanco Valdés, LA VOZ DE GALICIA, 8/6/12
Si Carlos Dívar fuese un bracero, de esos que se acuestan a la caída del sol y se levantan al alba y no hacen más que trabajar, hay dos hechos que, siendo tan condenables como lo son en el caso del presidente del Supremo, resultarían, al menos, humanamente comprensibles: primero, que nuestro bracero tratase de aprovechar su puesto para disfrutar de todo lo que sería desconocido para él: opíparas comidas, hotelazos, viajes oficiales por todo lo alto y largos fines de semana sin otra ocupación que regodearse de su suerte por poder vivir a lo grande a cuenta de un país que está pasándolas canutas; segundo, que llegado el momento que ha llegado para Dívar -el del escándalo por utilizar a discreción dinero público para pagar gastos privados-, ese trabajador imaginario que, con su dimisión, pasaría del lujo asiático al infierno de segar de sol a sol, se negase a dimitir, sin parar mientes en el destrozo institucional que su actitud provocaría. ¿O es que tienen los braceros que estar pendientes del prestigio de las instituciones democráticas?
Pero Dívar, claro está, no era un bracero cuando Zapatero y Rajoy, usurpando poderes que no les pertenecen, lo nombraron, de hecho, presidente del Consejo del Poder Judicial, cuyos miembros obedecieron, como borregos, las órdenes de quienes carecían de todo derecho para dárselas. No, Dívar era entonces un juez de larga tradición, que había ya ocupado cargos muy relevantes, como la presidencia de la Audiencia Nacional y que -tras llegar a su actual poltrona, bien viajado, bien comido en restaurantes de varios tenedores y bien paseado por hoteles suntuosos- posee hoy sobrados elementos para saber el inmenso daño que está provocando a la imagen de los jueces y del poder judicial. ¿De verdad cree Dívar que, hundido como está en un pozo de desprestigio del que no se recuperará, podrá desempeñar las funciones que tiene confiadas? La respuesta es tan clara como descorazonadora: Dívar sabe que no, pero eso le importa mucho menos que seguir disfrutando de las prebendas de su cargo. Y es que lo que determina su actitud no es la conciencia de una responsabilidad institucional de la que está demostrando carecer, sino el egoísmo de quien no piensa más que en sí mismo ni tiene otro horizonte que sus propios intereses.
Son ese egoísmo de Dívar, y quizá su vanidad, los que le impiden hacer lo que exige el sentido común más elemental: admitir, mediante su renuncia irrevocable, que su utilización de un dinero público que no le ha sido confiado para su disfrute personal es, por abusiva, éticamente bochornosa e incapacita a quien ha hecho lo que él para seguir a la cabeza de uno de los tres poderes del Estado: el que tiene, según la Constitución, la función de juzgar a sus conciudadanos -por ejemplo, los braceros- por las faltas que cometen.
Roberto Blanco Valdés, LA VOZ DE GALICIA, 8/6/12