El centenario del nacimiento del primer lehendakari, José Antonio Aguirre, es una efeméride apropiada para valorar históricamente su personalidad y su obra política.
Esta conmemoración no va a tener el carácter polémico del reciente centenario de la muerte de Sabino Arana. Cien días después de ésta nació Aguirre en Bilbao, el 6 de marzo de 1904. Ambos estudiaron en el colegio de los jesuitas en Orduña y compartieron el catolicismo y el nacionalismo, pero fueron dos figuras muy distintas: Arana fue ante todo un ideólogo radical e integrista, mientras que Aguirre fue en general un político moderado y demócrata-cristiano.
En el siglo XX José Antonio Aguirre representó la cara moderna y democrática del nacionalismo vasco, siendo su líder más carismático y uno de los pocos (junto con su amigo Manuel Irujo) con talla de estadista, como prueba que su influencia no se limitase a la política vasca, sino que irradiase también a la política española e internacional de su época. De ahí que le considere el político vasco más importante del siglo pasado, únicamente comparable con el diputado por Bilbao y ministro socialista Indalecio Prieto, su rival en la II República, pero con quien llegó a una entente cordial para lograr la autonomía de Euskadi, siendo ambos los padres del Estatuto de 1936.
Este hito histórico, que fue unido a la inmediata formación del primer Gobierno vasco presidido por Aguirre, hizo que denominase a la suya la ‘generación de 1936’, a la cual pertenecieron también la mayoría de los consejeros de su Gobierno de coalición: cuatro nacionalistas, tres socialistas, dos republicanos y un comunista. A mi juicio, dicha generación ha sido la más relevante en la historia del nacionalismo vasco por la valía de sus dirigentes, por la importancia de su labor política, social y cultural y por la trascendencia del tiempo histórico que vivió: la esperanza de la II República, la tragedia de la Guerra Civil y el drama del exilio o la clandestinidad durante la dictadura de Franco.
Si Manuel Azaña fue el político revelación de la República española, José Antonio Aguirre lo fue en ese mismo período en Euskadi. En 1931, con apenas 27 años, salió elegido alcalde de Getxo y diputado en las Cortes Constituyentes, encabezando el movimiento de alcaldes vascos por la autonomía. Volvió a ser elegido diputado por Vizcaya en 1933 y en 1936. Por su carisma y su prestigio, nadie cuestionó que Aguirre fuese el primer lehendakari contando con el respaldo tanto del PNV como del Frente Popular. Y se mantuvo al frente del Gobierno vasco durante casi un cuarto de siglo: desde su nombramiento en Gernika el 7 de octubre de 1936 hasta su repentina y prematura muerte en París, el 22 de marzo de 1960. Su fallecimiento supuso una auténtica conmoción en el seno de la comunidad nacionalista vasca y fue también muy sentido por el exilio republicano español. Constituyó el fin de la etapa política protagonizada principalmente por la ‘generación de Aguirre’, pues su sucesor, Jesús María Leizaola, careció de su carisma, languideciendo su Gobierno de coalición en París hasta su disolución en 1979.
Como en todo político o estadista de relieve, en su trayectoria se aprecian luces y sombras, éxitos y fracasos. En las tres etapas de su vida pública cabe destacar las aportaciones siguientes: En la República impulsó con Irujo la democratización orgánica y política del PNV, relegando a la ‘vieja guardia’ de Luis Arana, el hermano del fundador, quien dimitió de la presidencia del EBB en 1933. Aguirre no se atrevió a revisar la doctrina aranista, pero consiguió que su partido evolucionase desde el integrismo hacia la democracia cristiana en el quinquenio republicano. Sin renunciar a metas ulteriores, encarnó más que nadie la lucha por el Estatuto vasco como objetivo político prioritario del PNV, clave autonómica que le llevó a invertir sus alianzas: con las derechas en 1931 y con las izquierdas en 1936.
En la Guerra Civil, José Antonio Aguirre personificó la Euskadi autónoma en la España republicana como presidente del primer Gobierno vasco, que fue claramente presidencialista pues concentró en sus manos muchos poderes al ser también el consejero de Defensa y asumir el mando del ejército vasco. Su actuación durante el conflicto bélico confirmó su liderazgo no sólo en las filas nacionalistas, sino incluso entre los consejeros frentepopulistas, algunos de los cuales fueron considerados ‘aguirristas’.
En el exilio, tras su odisea en la Alemania nazi, se convirtió en un gran defensor de la democracia norteamericana y de la causa de los aliados contra los fascismos en la II Guerra Mundial. A su término, con su prestigio contribuyó a unir a las divididas fuerzas republicanas españolas (cuyo Gobierno pudo haber presidido), rehizo la alianza de los partidos vascos en torno a su Gobierno, lideró la resistencia antifranquista convocando las huelgas generales de 1947 y 1951 en Euskadi, y culminó la integración del PNV en el movimiento europeísta y en la democracia cristiana, siendo uno de sus dirigentes junto con Javier Landaburu y Manuel Irujo. Entonces Aguirre se convenció de que la solución a la cuestión vasca requería la restauración de la democracia en España y la construcción de una Europa unida.
Empero, su trayectoria política no fue siempre lineal y posibilista, sino que, como otros dirigentes del PNV, sufrió también movimientos pendulares en los que cometió graves errores que acabaron en rotundos fracasos. Así, recién instaurada la República se alió con una fuerza antidemocrática como el carlismo en pro del clerical Estatuto de Estella (1931) y fue en la misma candidatura por Navarra que el conde de Rodezno, futuro ministro de Franco. En la Guerra Civil aceptó los contactos del PNV de Ajuriaguerra y el canónigo Onaindía con el Gobierno italiano de Mussolini que condujeron a la rendición de muchos batallones nacionalistas en Santoña (1937), si bien Aguirre continuó la lucha en Cataluña colaborando con la Generalitat de Companys hasta 1939. Este año, recién concluida la contienda con la victoria de Franco, Aguirre, al igual que Irujo y la dirección de su partido, se desentendió de la República española y del Estatuto vasco y apostó por la independencia de Euskadi durante la II Guerra Mundial. Para ello trató de imponer a los socialistas y republicanos de su Gobierno la llamada ‘línea nacional vasca’: el reconocimiento del derecho de autodeterminación y su desvinculación de los partidos españoles, propiciando así el cisma del consejero Santiago Aznar en el socialismo vasco, hasta que acabó con él Indalecio Prieto, enemigo acérrimo de esa estrategia soberanista. En la guerra fría, Aguirre mantuvo su incondicional pro americanismo hasta entrados los años cincuenta, a pesar de que Estados Unidos consolidó el régimen de Franco al considerarle un buen aliado contra el comunismo.
La última década de la vida de Aguirre fue la más gris e ineficaz en su acción política, aunque ofreció un balance positivo en su extenso discurso sobre veinte años de gestión del Gobierno vasco, con motivo del Congreso Mundial Vasco celebrado en París en 1956. Pero se trató del canto de cisne de la generación de 1936, cuando ya se hallaba en germen la escisión de los jóvenes fundadores de ETA, que se consumó en 1959, pocos meses antes del fallecimiento de Aguirre, sin que éste pudiera evitarla.
Como señaló Prieto en un emotivo artículo necrológico en 1960, «la fuerza mágica de José Antonio Aguirre era su inquebrantable optimismo», que conservó incluso en las condiciones más adversas en el largo exilio hasta el final de sus días sin lograr volver a Euskadi. Pero sobre todo se caracterizó por ser un líder carismático y pragmático, no intransigente ni dogmático. Por eso, fue capaz de corregir los errores cometidos por el PNV en 1931 y en la Guerra Mundial cambiando el rumbo del partido con sendos virajes hacia la República española en momentos tan cruciales como 1936 y 1945, cuando pactó con las izquierdas la autonomía vasca y la entrada de Manuel Irujo en varios gobiernos republicanos.
A lo largo de más de un siglo de historia, el PNV ha fluctuado entre la utopía maximalista de Arana y el pragmatismo posibilista de Aguirre. Indalecio Prieto, que conoció a ambos, resaltó con precisión sus diferentes personalidades en el artículo citado: «Sabino era un apóstol y José Antonio, un político. Ni José Antonio servía para el apostolado, ni Sabino tenía aptitud para la política».
José Luis de la Granja Sainz, catedrático de Historia Contemporánea de la UPV. EL DIARIO VASCO, 6/3/2004