EL CONFIDENCIAL 01/11/14
JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS
· “La política saca a flote lo peor del ser humano”. Mario Vargas Llosa
Pedir perdón o excusarse por las corrupciones ajenas pero perpetradas por personas próximas es apenas una mera obligación de educación cívica. En otros términos: carece de valor político aunque logre algunos efectos como el de la empatía social o el respeto público ante un acto de modestia y humildad. La cuestión es que la corrupción de un cargo público genera dos responsabilidades. La del autor, cooperador necesario, cómplice o encubridor del delito -es una responsabilidad directa-, y la de quien le designó para el puesto desde el que ha delinquido (culpa in eligendo) y, por ello, debió controlarle (culpa in vigilando) -que es una responsabilidad indirecta-.
En las democracias esta dualidad de responsabilidades se depura al mismo tiempo. El corrupto es juzgado y condenado y el superior que le nombró, dimite, se aparta porque entre aquel y éste se crea una especie de concurso de culpas, de distinta gradación, pero ambas totalmente exigibles. Por eso Churchill, sostuvo que el “precio de la grandeza es la responsabilidad”. Razón por la que después del desastre de Galípoli durante la Gran Guerra (1915) abandono el Almirantazgo y marchó al frente oeste de la contienda al mando de un batallón británico para recuperar su maltrecha reputación.
Salvando las distancias, una petición de disculpas por unos casos tan graves de corrupción como los que padecemos en España tendría que haber conllevado dimisiones por responsabilidad indirecta, apartamientos indubitados de la vida pública y un compromiso adicional de intentar una justicia rápida para los delincuentes y reparadora para los ciudadanos
Salvando las distancias, una petición de disculpas por unos casos tan graves de corrupción como los que padecemos en España tendría que haber conllevado dimisiones por responsabilidad indirecta, apartamientos indubitados de la vida pública y un compromiso adicional de intentar una justicia rápida para los delincuentes y reparadora para los ciudadanos. Esto es: no sólo evitar la impunidad -prisión, inhabilitación- sino también lograr la devolución del botín.
El discurso de Esperanza Aguirre pidiendo perdón y avergonzándose de la corrupción protagonizada por alcaldes y cargos del PP de Madrid fue una desvergonzada manera de engañar al personal. Su comparecencia hubiera tenido alguna coherencia si, después de expresar esos sentimientos, hubiese comunicado su inmediata dimisión como presidenta del partido en la Comunidad Autónoma, cargo que no debía desempeñar al menos desde que fue imputada por presunto delito de desobediencia y agresión a propósito de una infracción de tráfico en la que fue cogida in fraganti, y, probablemente, antes.
Ella, que es de educación británica, sabe que en la política anglosajona, estos reveses se saldan con la retirada de la política para volver, o no hacerlo, pero en todo caso después de un tiempo de depuración de culpas indirectas. Aguirre queda, pues, descartada para cualquier candidatura e inhabilitada para seguir ostentando su posición actual en el PP de Madrid. Y si alguien tiene duda de sus responsabilidades que eche una mirada al quién es quién en operación Púnica.
Por parecidas razones –Bárcenas, Rato, Correa- Mariano Rajoy tendría que asumir su responsabilidad y, después de reconocer que se equivocó, comprometerse a adoptar una decisión sobre su futuro político en la medida en que ha sido incapaz de elegir correctamente a determinados colaboradores y de prever sus derivas, otorgándole el beneficio de la duda de que él, como dice, no cobrara sobresueldos opacos.
Por esa razón será inevitable que comience en España un debate amplio y agitado sobre si Mariano Rajoy es o no el candidato que garantiza a los electores conservadores la solvencia necesaria para competir de nuevo por el poder y, sobre todo, tiene la credibilidad mínima para atajar y domeñar el mal ya sistémico de la corrupción
Las dimensiones de la corrupción en el PP son muy considerables y afectan, no sólo a percepciones irregulares, sino también a su tesorería y financiación y a infracciones fiscales tan graves como la utilización de fondos opacos en el pago de obras en su sede central. El hecho de que los otros dirigentes políticos con casos de corrupción en sus organizaciones no hagan lo propio, no le exime al presidente del Gobierno plantearse y plantearnos su idoneidad para continuar al frente del PP y del Ejecutivo, dados sus errores in eligendo e in viligando.
Por esa razón será inevitable que comience en España un debate amplio y agitado sobre si Mariano Rajoy -que se ha cargado el PP como escribí aquí el pasado 24 de septiembre- es o no el candidato que garantiza a los electores conservadores la solvencia necesaria para competir de nuevo por el poder y, sobre todo, tiene la credibilidad mínima para atajar y domeñar el mal ya sistémico de la corrupción. Ya puede adelantarse que ha incumplido su compromiso de febrero de 2013 de concluir un amplio pacto político contra la corrupción; tampoco ha sacado adelante la reforma de la ley de financiación de los partidos políticos y, en fin, no ha prosperado el estatuto del cargo público.
Remover de sus puestos a los dirigentes torpes en su política de designaciones -sean para una Caja de Ahorros, un ministerio, una consejería o una lista municipal o autonómica- es la única forma de hacer corpórea la responsabilidad política y transmitir un mensaje de intransigencia plena contra la corrupción. Porque ésta se sostiene sobre unas complicidades personales, ideológicas, políticas y materiales que exigen un calvinista mutis por el foro de los corruptos y de sus supuestos vigilantes. Por esa razón, Rajoy es un ya descartable candidato del PP a las elecciones generales de 2015. Y, aunque en tono bajo, el tema ya está en la calle y en los medios.