FERNANDO ARAMBURU-El PAÍS

  • El pintor y escultor fue mucho más que un ciudadano empeñado en hacer obras de arte

De tiempo en tiempo nos llega la noticia del fallecimiento de un hombre admirable. Ya sé que el ejercicio de admirar se apoya en fundamentos subjetivos. Admirable para mí (para quienes quisieron hacerle daño supongo que no) fue Agustín Ibarrola, de cuya muerte supimos con tristeza el viernes pasado. He aquí un hombre que a edad temprana se lo jugó todo a una carta: la de la creación. Desde que a los 11 años abandonó la escuela hasta los 93 que duró su vida, Ibarrola se consagró a crear en diversas etapas evolutivas, con materiales múltiples, un sinnúmero de pinturas, esculturas, dibujos, collages, fotografías y mucho más. A uno se le figura que la creación constante debió de proporcionar al artista un sólido argumento vital. No concibo mayor obsequio de la vida que la posibilidad de dedicarse de lleno a una vocación.

Pero Ibarrola, como se sabe, fue mucho más que un ciudadano empeñado en hacer obras de arte. Conoció de cerca el mundo del trabajo; de hecho, coincidió en la mina con el poeta Blas de Otero, con quien compartió militancia comunista. Según sus propias palabras, se enfrentó a dos dictaduras, la de un general que ganó una guerra civil y la que otros desencadenaron a tiros y bombazos en su tierra natal. A ambas se enfrentó Ibarrola desde su actividad artística, pero también desde la acción cívica. Sufrió tortura en tiempos de Franco y dos estancias carcelarias que dan un total de nueve años entre rejas. Décadas después, ETA tomó el relevo de la persecución, forzándolo a llevar escolta y atacando sus creaciones de arte campestre. Cada vez que intentan colarnos la tesis de la organización que luchó contra el franquismo me acuerdo de gente de izquierdas a quienes Franco encarceló y contra los que las pistolas de ETA dispararon más tarde, como López de Lacalle o José Ramón Recalde. ¿No es raro combatir un régimen atentando contra sus opositores?