- La T4, un orgullo arquitectónico y económico de España, hecha una cochambre mientras las administraciones se pasan la pelota. Este modelo no funciona
El aeropuerto de Barajas, con sus cuatro terminales, es una ciudad de 35 kilómetros y en perpetuo movimiento, por la que pasaron el año pasado 66 millones de pasajeros, de los que 48 millones eran internacionales. La estrella allí es la T4, un soberbio edificio high tech, obra del ya fallecido Richard Rogers, un innovador arquitecto inglés distinguido con el Pritzker, y del estudio español Lamela.
Aznar fue, por desgracia, el último presidente de la democracia con auténtica ambición de país. Intentó en serio que España diese un salto hacia adelante, tanto interno como en su consideración internacional (y además ahogó a ETA y liberalizó la economía). Acorde a ese espíritu ambicioso, en el cambio de siglo asumió que el aeropuerto de Barajas estaba saturado y decidió ampliarlo.
Aquello constituyó una gran operación de Estado, que acabaría costando 6.500 millones. La izquierda «progresista», la del perpetuo no al progreso, lo puso a parir, por supuesto. La colosal obra la inauguró finalmente Zapatero en 2006 y el tiempo ha dado la razón a Aznar. Hoy resulta evidente que hacían falta esa terminal y su satélite y que fue una excelente idea poner el edificio en manos de un arquitecto de fuste. Han pasado 19 años desde su apertura y todavía cuando entramos allí seguimos admirando su categoría y modernidad. Allí palpita la mejor España.
La T4 es nuestra mayor carta de presentación ante el mundo, por el volumen de visitantes que recibe cada hora. Pero hoy se encuentra mancillada por lo que en el fondo es un elemental problema de orden público, que las administraciones no logran atajar, pues se dedican a pasarse la pelota mientras Sánchez hace lo de siempre: lavarse las manos.
Aeropuertos Españoles y Navegación Aérea (Aena) es la empresa pública que gestiona nuestros aeropuertos, además de algunos foráneos. Aena navegaba por la mediocridad durante el zapaterismo. Perder dinero formaba ya parte de su ADN. Pero los proyectos son las personas, y en enero de 2012, la ministra Ana Pastor situó como presidente de Aena a un gestor que venía del mundo privado, José Manuel Vargas, que le dio la vuelta a la compañía como un calcetín. Las pérdidas se convirtieron en beneficios, los anticuados aeropuertos españoles mudaron su faz e incluso en 2015 completó una exitosa salida a bolsa, aunque el Estado se reservó el 51 %, por lo que hoy continúa siendo una compañía pública.
Vargas, uno de los empresarios españoles con más visión y más coraje para aplicar sus ideas, quiso hacer algo más: privatizar Aena para crear una poderosa multinacional española, líder absoluta del sector y capaz de una ambiciosa expansión planetaria. Demasiado para el Gobierno pseudo socialdemócrata de Rajoy, donde casi todos eran funcionarios. Se arrugaron y desecharon la idea, no fuese a regañarlos la izquierda. El ejecutivo que había sacado a Aena a flote se largó y hoy sigue triunfando en la empresa privada. ¿Y qué pasó después? Pues que Sánchez puso al frente de Aena… pues sí, en efecto, han acertado: a un político de la cantera del PSC.
Con la gestión actual, la puerta estelar de entrada a España, la T4, se ha visto deteriorada porque se tolera que pernocten allí entre 400 y 500 vagabundos. Todos entendemos el drama humano de acabar durmiendo en un aeropuerto porque no tienes un techo. Y todos demandamos que se les proporcione ayuda social (como hace de manera ejemplar la Iglesia Católica, que tantas inhibiciones de las administraciones solventa). Pero lo que no se puede hacer es el avestruz, ignorar que el ambiente del aeropuerto se ha degradado, con problemas serios de higiene, orden público y hasta prostitución y tráfico de drogas. Los que trabajan allí están quemados, y con razón.
¿De quién depende la T4? De Aena. ¿Y de quién depende Aena? Pues en última instancia del Gobierno. Así que la solución es bien sencilla. Si el Ministerio del Interior se encarga del orden público en el aeropuerto, debe ser también el que se responsabilice de que se mantengan allí las normas de urbanidad y seguridad. Ha de ser quien retire a las personas que están viviendo allí sin permiso y quien tome medidas para que no entren los que no sean pasajeros, acompañantes de los mismos o trabajadores.
Esto es muy sencillo, como muestra una elemental pregunta: ¿Permitiría Marlaska una acampada de vagabundos en el patio del Ministerio del Interior? Los sintecho no durarían allí ni un minuto, ni en el Ministerio de Trabajo de la muy social Yolanda. Tampoco multinacional de las que cuentan con suntuosos edificios en Madrid permitirían acampadas nocturnas en sus sedes. Entonces, ¿por qué el encogimiento de hombros del Gobierno, que se ha limitado a intentar endosarle el problema a Almeida y Ayuso?
El ridículo juego del ping-pong con Barajas supone una perfecta parábola de algo que sabemos y no asumimos. Y es que tenemos un modelo de Estado mal definido, con competencias que se sobreponen. Tenemos un Gobierno central cuyas atribuciones se han ido desguazando, hasta el extremo de que cuando ocurre una situación de auténtica emergencia y de alcance estatal, el Ejecutivo se muestra lento y sin recursos, escapista e ineficaz (y más con un presidente que es más un comentarista de la actualidad que un gobernante).
Podemos seguir así. O una vez que pase la etapa de Sánchez podríamos colocar el problema del modelo de Estado encima de la mesa y acometer las necesarias reformas de arquitectura institucional para mejorarlo.
Huelga decir que no haremos nada, no vayamos a molestar a los nacionalistas, a los virreyes autonómicos y a todos los vividores de organismos superfluos que se solapan.