LA RAZÓN 23/02/17
GORKA MANEIRO
Las élites que gobiernan los partidos políticos suelen convivir mal con los afiliados críticos que se atreven a alzar públicamente la voz para llevarles la contraria. Son un problema, un incordio, una molestia. Y los ciudadanos cada día soportan (soportamos) peor el sectarismo y el ensimismamiento de los llamados “aparatos” de las organizaciones políticas, demasiado tendentes a laminar a sus voces libres o a invitarles a que abran la puerta y se marchen por donde llegaron, una vez que han dejado de serles útiles: “ahí tienes la puerta”.
Entiendo que es lógico que quienes gobiernan esas estructuras exijan lealtad al ideario político a cada uno de sus miembros y especialmente a quienes ostentan cargo público; de hecho, así debe ser, pues lo contrario sería un cajón de sastre ingobernable e ineficaz, más generador de problemas que utensilio útil al servicio de los ciudadanos a los que se quiere representar. Sin embargo, los problemas surgen cuando se confunde lealtad al proyecto con fidelidad al líder o a las élites que lo acompañan, la llamada guardia pretoriana: es decir, cuando no se exige lealtad sino sumisión, silencio y obediencia ciega al ordeno y mando tan habitual por estos lares.
Entiendo que es razonable que quienes dirigen estas organizaciones exijan el acatamiento de las normas comunes por el bien del conjunto de la estructura del partido; sin embargo, lo que se persigue en demasiadas ocasiones es pleitesía y silencio obediente, salvo para aplaudir a quien dirige el cotarro de la organización que corresponda. Obviamente, distingo a los afiliados o asociados leales a la causa que se defiende de los que generan problemas casi a diario, díscolos por naturaleza y defensores de llevar la contraria aunque no haya motivos ni razones. Distingo la crítica constructiva de la zancadilla.
En todos los partidos cuecen habas y mi experiencia institucional y orgánica así me lo dice. No se trata de llevar a nadie a una hoguera imaginaria pero sí de señalar comportamientos inaceptables en una democracia que quiera ser avanzada. Y es obvio que la crítica constructiva es indispensable en toda organización que no quiera ser una secta y en cualquier sociedad democrática que aspire a algo más que ser un rebaño de corderos amordazados.
Los partidos viejos llevan haciéndolo toda la vida y, como tienen más recursos de todo tipo, utilizan vías distintas para lograr su objetivo y además pasar desapercibidos: si la cosa se complica o el crítico es un personaje público, siempre les quedará el Parlamento europeo y, de momento, el Senado. Podemos hemos visto cómo se las gasta: da igual que su ex portavoz en la Asamblea de Madrid diera muestras de ser de lo mejor de la institución durante la primera parte de la legislatura; al osar contradecir a la sección después ganadora, se le lamina. Pero es un simple ejemplo entre otros muchos, por no utilizar el de Iñigo Errejón, cuyos movimientos internos durante los últimos meses pueden generar ciertas dudas. Ciudadanos ha invitado recientemente a sus críticos a “dejar el cargo y sueldos públicos si ya no sintonizan con el proyecto”. En estos casos, la referencia al sueldo público suele hacerse para ganarse al respetable y deslizar un halo de sospecha… y además no está claro en este caso si el cargo público dejó el proyecto o el nuevo proyecto dejó al cargo público una vez que han decidido dejar de ser socialdemócratas y abandonar el laicismo identitario y el socialismo democrático. Supongo que además el cambio de ideario no tendría efectos retroactivos. Por no hablar de la democracia interna.
En todo caso, lo peor es que consecuencia de estas purgas internas gente muy valiosa será marginada o directamente laminada. Y se perderán buenas manos para desempeñar las tareas públicas que hoy día se requieren. Es cierto que ni son todos los que están ni están todos los que son. Pero es habitual que queden en el camino personas muy recomendables. Y la democracia que aspiramos a mejorar, será la gran perjudicada.