ABC-IGNACIO CAMACHO

Ni el PP ni Cs podrán explicar jamás a su electorado que la oportunidad histórica de alternancia acabe en un fracaso

UN axioma político explica que las elecciones, en caso de vuelco, no las gana la oposición sino que las pierden los gobiernos. Lógico: si los votantes estuviesen satisfechos de su gestión les renovarían el crédito. En Andalucía, sin embargo, el PSOE resistía tanto tiempo porque la gente no encontraba un catalizador de su descontento, y esta vez ha fracasado por la conjunción (astral, casi) de dos excesos: uno de confianza propia y otro de hartazgo ajeno. El segundo está muy explicado: el conflicto catalán y el abuso de Sánchez al atornillarse en el poder a cualquier precio han movilizado a una derecha en monumental trance de cabreo. Pero el primero implica una responsabilidad flagrante de quienes han confundido el estado de ánimo de sus adeptos: los votantes tradicionales de la izquierda estaban aclimatados a la rutina, no contentos, y muchos se quedaron en sus casas creyendo que el triunfo estaba resuelto sin necesidad de contar con ellos. Una mezcla de escepticismo, presunción sobrada, falta de motivación y un cierto desaliento. Alguna vez tenía que ocurrir aunque nadie, salvo el brujo Michavila, fuese capaz, y sólo a última hora, de preverlo. Muchas hecatombes históricas empiezan por un elemento accidental o un detalle en apariencia superfluo, y casi siempre sorprenden a los protagonistas durmiendo.

Por eso el centro y la derecha (con la irrupción de Vox conviene, por precisión, separar el sintagma) deben ser conscientes de que están ante una oportunidad quizá única y en todo caso privilegiada. Si no la aprovechan pasará mucho tiempo antes de que vuelva a abrirse hueco la posibilidad de alternancia. Incluso aprovechándola existe riesgo, por la división de fuerzas en competencia acusada, de que pueda ser sólo un paréntesis, un interregno, una pausa en el monocultivo político de una comunidad sociológicamente acomodada en el paradigma sobreprotector de la socialdemocracia. Es ahora o nunca, y no se trata de un desquite ni de una revancha sino de devolver la administración pública a la simple normalidad de la mudanza, de demostrar que en democracia las instituciones no constituyen una propiedad hereditaria y pueden cambiar de inquilinos sin que pase nada. Que la verdadera anomalía son los partidos-alfa, identificados con el sistema bajo la autoconvicción de una imprescindibilidad intocable y mesiánica.

No habrá otra ocasión en años, y ésta se ha producido porque agarró a la izquierda sesteando. Ni el PP ni Ciudadanos tendrán modo de explicar a su electorado que sus rivalidades y recelos, mutuos o respecto a terceros, conduzcan al fracaso. Tendrán que apañárselas para digerir el incordio de contar con Vox como circunstancial aliado; si no lo hacen será peor porque el partido emergente los adelantará de un tranco. Cuando gobiernen es probable que sufran un ataque de pánico, pero ahora les está prohibido el miedo al cambio.