Miquel Escudero-El Imparcial

Martes 14 de septiembre de 202120:49h

Hay expresiones que hacen sonreír por su ingenio, así la de que podemos ir de Guatemala a Guatepeor; aun yendo mal las cosas, todavía se puede empeorar la situación. ¿Qué sabemos de este país centroamericano? ¿Tenemos idea de su tamaño o del número de personas que acoge? Su extensión es de unos 110.000 Kilómetros cuadrados, los que suman Andalucía y la Comunidad Valenciana. Pero si éstas reúnen juntas algo menos de catorce millones de habitantes, Guatemala supera los diecisiete millones de almas.

Hay entre éstas una persona que me merece una atención especial: Carolina Escobar Sarti. Doctora en Sociología y Ciencias Políticas y escritora, dirige la Asociación La Alianza (ALA; una voluntad de dar alas a lo que hacen) que ella fundó para proteger a niñas y adolescentes desasistidas en los abusos y agresiones de todo tipo. Pronto abrirán un albergue para chicos víctimas de violencia sexual y trata.

Carolina es una mujer dura y sensible, tenaz e inteligente, que encara estas tragedias con la mayor eficacia posible, sin fondos públicos y con total dedicación personal de ella y de sus colaboradores. Esta labor preserva una difícil esperanza. Ahora ha escrito ‘Diarios de saliva y encierro. Desde mi ventana azul’ (F&G editores), un libro de poesía que aborda la muerte y el asombro en que nos ha sumido esta larga pandemia de la covid: “Es extraño sentir –dice- que el rasero de este miedo es el mismo para todos, que la soledad ante la muerte es una sola, como la incertidumbre, y que todos somos anteriores al fuego al cuchillo a la rueda, a la máquina, la moneda o internet”.

Con esta conciencia de igualdad radical, el transparente amor que pueda llevar dentro le empuja a ser de ninguna parte o a serlo de todas. Y a expresar desde dentro: “He tenido todos los recuerdos imposibles/ en estos días/ y he puesto todas mis pesadillas/ en los cuerpos de los pájaros que vuelan/ cada día cerca de donde escribo”. Y lo hace con palabras habitadas por fantasmas, a ratos le duele tanto el mundo que no sabe llorar de otra manera: “Hago poemas para resistir la vida que a ratos me rompe de miedo la entraña y el sueño, y para amansar la rabia que me despiertan el imbécil y el ladrón”, para superar la angustia.

Ningún confinamiento ha sido igual. Y ella piensa en los invisibles, en quienes saben que nadie los ve nunca ni los considera, en los sin nombre y sin abrazo. Recrea la mirada famélica del hambreado y se pregunta por las hambres basadas en la ternura destruida y en el olvido de los demás: “¿Quién recoge la ropa limpia de los muertos más solos?”. No sólo eso, además: “Nadie los acarició/ antes de morir/ nadie besó sus frentes/ nadie escuchó el último deseo/ no hubo abrazo/ mano sostenida/ ni mirada final”.

No obstante, Carolina Escobar entiende que “a mayor oscuridad, más poderoso es el lugar de transformación”. Sabe con experiencia ancestral que no se puede vivir para siempre en estado de catástrofe o de nostalgia. Surge entonces no ya el derecho a la alegría, con la mala conciencia del sufrimiento ajeno, sino el deber de irradiar alegría y pensar en “la flor sembrada sobre las cenizas”. Hay que cantar a los que llevamos en la sangre y en el alma, a todo “lo que duele/ lo que abraza/ lo que incendia/ lo que ama y estremece/ lo que obliga el corazón a la vida”.

En busca de un poco de vida y verdad, y en inevitable equivocidad, se entretiene hurgando entre tanta basura las mentiras y los engaños. Sin embargo, hay que evitar el ruido, que no deja pensar ni sentir. Vivir no le pide más que disponer de una ventana y un lápiz. Y libros, que sin los ojos están solos, vacíos, quietos: “Las páginas son alas/ que esperan siempre/ el siguiente amanecer”.

Impregnada de lenguaje poético y sensitivo, afirma: “Somos el lenguaje de nuestra piel, la música de nuestro sexo, el baile de nuestros cuerpos calientes”. Y reconoce: “Hemos dejado al planeta sin muros verdes, sin mantos de agua, sin techo celeste y sin ternura, a merced de minúsculas criaturas que nos pedirán ser, cada vez, menos cuerpos”. Guatemala en manos de oligarcas vitalicios, “siempre una lágrima, vestida de lagos azules y cordilleras bravas”.

Su abuela le repetía de niña que cuando llovía mientras había sol la Virgen se estaba bañando. Desde esta imagen, sobreviviendo a la saliva y el encierro, se puede confiar en que tarde o temprano llegará el abrazo: “La esperanza es siempre más obstinada que la muerte”. El aire y los besos nos aguardan, aún en las peores circunstancias.