El momento ofrece la oportunidad para un plan de adelgazamiento duradero de las administraciones públicas. Pero nadie está dispuesto a ello. La atomización del territorio en una infinidad de corporaciones locales es una cuestión de poder político más que de interés social. El poder político se resiste a adelgazar la trama institucional porque confía en volver a la situación anterior.
El Gobierno de López aprobó ayer su proyecto de ajuste presupuestario con el equívoco mensaje de quien dice que las instituciones vascas han venido gastando por encima de sus posibilidades pero, al mismo tiempo, trata de justificarse al proceder a «la aplicación menos lesiva posible» de las decisiones de Zapatero. En realidad Ajuria Enea emplea el mismo discurso de La Moncloa: hemos sido obligados a aplicar recortes que, por otra parte, consideramos obligados. En otras palabras, nos conminan a un sacrificio que no deseamos realizar, aunque nuestro otro yo nos dice que es más que necesario. Tan paradójica actitud permite concluir que, en definitiva, nadie está dispuesto a ir más allá de lo inevitable.
Los responsables de las instituciones se debaten entre arriesgarse a perder votos o reducir la arquitectura del poder. Pero les resulta más llevadero adoptar medidas que puedan disgustar a una parte de la población -incluso a la propia clientela- que revisar el organigrama compuesto por los departamentos oficiales, las sociedades públicas y un sinfín de cargos de designación. La temeridad electoral que los gobernantes pueden mostrar al reducir el salario de los funcionarios se queda en nada si la comparamos con la imperdonable candidez que en su ambiente supondría llevarse por delante toda estructura pública que no sea socialmente rentable. La inacción en este sentido goza de un amplio consenso, porque del mismo modo que quien hoy gobierna se resiste instintivamente a desprenderse de sus resortes de poder, quien aspira a gobernar no querría encontrarse con menos recursos que su antecesor. Es este consenso lo que convierte a las administraciones en entramados que crecen sin parar.
El momento ofrece una buena oportunidad para idear un plan de adelgazamiento duradero de las administraciones públicas. Pero nadie está dispuesto a ello. La atomización del territorio en una infinidad de corporaciones locales es una cuestión de poder político más que de interés social. Cabe preguntarse qué parte de la programación que ofrece EITB corresponde a su función de servicio público y justifica su alto coste. O qué beneficio social aporta cada una de las sociedades públicas -autonómicas, forales o locales- creadas supuestamente para una gestión más eficaz del interés común. Especialmente aquellas que parecen diseñadas no tanto para sortear la lentitud o el alto coste de la función pública, sino para evitar los controles legales en los que se fundamenta.
Esta misma semana el diputado de Hacienda de Guipúzcoa, Pello González, abogaba por dar prioridad a las competencias exclusivas como criterio que permitiría a su Diputación proceder al ajuste presupuestario. El problema es que se trata de una pauta insuficiente, porque la primera cuestión a la que todas las instancias del poder político deberían responder solidariamente es qué coberturas y servicios deben ser públicos, qué iniciativas han de asumir las instituciones y qué sentido han de tener sus ayudas y subvenciones. Sin despejar estas incógnitas, resulta ocioso proceder a la compartimentación competencial del entramado institucional vasco. Porque la disfunción que se pretende corregir no se produce únicamente a causa de que un determinado nivel institucional asume más responsabilidades de las que le competen, sino porque las competencias propias se ejercen siempre de manera extensiva, más allá de aquello a lo que estaría obligada la Administración pública.
Las turbulencias económicas, el desconcierto reinante en los ámbitos de poder y la indolencia parlamentaria a la hora de preocuparse por la letra pequeña de la actuación gubernamental están contribuyendo a una gestión opaca de un ajuste que se aplica a una ejecución presupuestaria de por sí opaca. El consejero de Sanidad señaló hace unos días que los 84 millones que su departamento ahorrará en fármacos y convenios se dedicarán a otras necesidades sanitarias, pero evitó precisar a cuáles. La titular de Educación asegura que la red pública no sufrirá merma alguna en cuanto a su plantilla de docentes, y que el ajuste en la enseñanza afectará a otras partidas, sin especificar a cuáles. O basta seguir el rastro de las direcciones generales suprimidas en el organigrama del Gobierno central para percatarse de que ha sido un recorte más bien aparente.
En el fondo se sigue confiando en que todo vuelva a ser como antes. De modo que los recortes fijados en el Consejo de Gobierno extraordinario de ayer se compensen con fuertes incrementos salariales pasado mañana. Así es como se ven obligados a pensar los sindicatos, cuando la nueva reforma laboral va a situar en primer plano la contradicción entre un mercado de trabajo en el que todo cambia y la persistencia inalterable de una función pública que continúa acumulando derechos adquiridos.
Hasta el debate suscitado en torno al incremento de los impuestos permite soslayar el problema de la sostenibilidad del conjunto del sector público y de su relación con el interés social. La necesidad de una reforma tributaria que dote de mayor progresividad al cuadro impositivo sirve, también, para que el poder político siga pensando que nunca debe gastar por debajo de las posibilidades del momento.
Kepa Aulestia, EL CORREO, 12/6/2010