Ignacio Camacho-ABC
- Podemos se ha jibarizado en torno a un estrecho círculo al que Sánchez concede un inexplicable peso específico
Pablo Iglesias tiene un poder cada vez más grande y un partido cada vez más chico. Su proyecto personal ha acabado por deglutir al movimiento colectivo que levantó para convertir la protesta del 15-M en un potente actor político. Podemos se deshilacha mientras su jefe ejerce de factótum en el Consejo de Ministros. Se rompe en Andalucía, pierde terreno en Madrid, retrocede en el País Vasco y en Galicia simplemente ha desaparecido; las mareas, confluencias y demás marcas regionales se extinguen, salvo en la Cataluña de Colau, deglutidas por los nacionalismos. Las alcaldías de grandes capitales que conquistó en 2015 se evaporaron como el eco de un suspiro, los disidentes han ido cayendo en purgas propias del estalinismo y en
la práctica aquella organización que llegó a encabezar la intención de voto directo se ha reducido al estrecho círculo íntimo de la pareja de Galapagar y unos pocos amigos. Pero ese grupo mantiene una influencia creciente en el Ejecutivo, al que orienta su línea ideológica, lo enreda en continuos conflictos, le pone plomo en su proyección europea y lo arrastra a cortejar al separatismo. No les importa caber en un taxi, como dijo una vez Alfonso Guerra, mientras lo conduzca su caudillo. Y a éste tampoco parece importarle toda la masa crítica que se ha dejado por el camino; ha conseguido ser vicepresidente bajando de setenta diputados a treinta y cinco y le dará lo mismo bajar a diez si esos diez siguen resultando decisivos. Como buen comunista sabe que lo esencial no es la mayoría cuantitativa sino el peso específico, la correlación de fuerzas que le permita avanzar en su designio.
Y ese ascendiente se lo concede Sánchez. Es el jefe del Gobierno el que ha terminado asumiendo el estilo y las ideas de Podemos, al que se aproxima por miedo a que le desestabilice el flanco izquierdo. El sanchismo es la podemización de la socialdemocracia, un populismo de amplio espectro que aprovecha las siglas históricas del PSOE y su implantación electoral para construir un espacio de hegemonía en torno al vago mantra del «progreso». Su falta de definición -y de principios- encuentra en Iglesias el socio perfecto con el que apuntalar ese modelo que en realidad consiste en ser el centro de una galaxia de intereses heterogéneos, una amalgama unida por el poder como elemento magnético. El pacto de investidura, el bloque Frankenstein, no es más que una mutualidad de populistas diversos -nacionalismos incluidos- en la que Sánchez alquila su liderazgo a cambio de coquetear con un régimen nuevo. Por eso a su aliado le da igual perder terreno en elecciones que ya no afectan a su proyecto aventurero de asaltar el cielo. Quería descerrajar el candado del 78 y la inconsistencia del presidente se lo ha dejado medio abierto. Lo que quizá no esperase ni en sus mejores sueños era encontrar también la colaboración indirecta del Rey emérito.