Pesando 39 kilos, se ven las cosas de otra manera. Así, en un hospital de la Riga nazi, a pocos kilómetros del frente, empezó a disolverse golpe a golpe y verso a verso el fascismo de Dionisio Ridruejo.
Hasta que aquel chaval admirado por Franco y José Antonio, uno de los escritores del Cara al Sol y autor del himno de la División Azul, ¡aquel chico del que Hitler dijo, tras saludarlo, que se parecía a Goebbels por lo físico y por lo orador!, se convirtió en un demócrata radical. En el prologuista de la Democracia.
Escribo sobre Ridruejo fascinado por su valerosa traición y el coraje de su disidencia, ahora que se cumplen cincuenta años de su muerte. Dijo Luis Rosales que Ridruejo es uno de esos hombres que siguen creciendo después de muertos.
Es inevitable sumergirse en Dionisio Ridruejo y querer compartirlo.
En una crueldad del destino, murió unos meses antes que Franco, dos años antes de las primeras elecciones. No pudo ver la Democracia, su tierra prometida, la que buscó pagando con la cárcel, el exilio, las detenciones a punta de pistola y el odio de los que habían sido sus amigos.
Dicen que Sánchez ha adelgazado. También ha estado en Riga hace no mucho. Pero sigue viendo España de la misma manera. Pone a España en el espejo del baño de La Moncloa y se ve a sí mismo. Salvando las distancias y los contextos históricos, golpe a golpe pero sin versos, Sánchez va haciendo el mismo camino que Ridruejo pero al revés.
Sánchez va desprendiéndose de los principios constitucionales como Ridruejo iba soñándolos. Aprendiéndolos.
Este no es un artículo nostálgico. Tampoco una mirada al pasado. Pretende ser un análisis de la España de hoy y de la de pasado mañana, que se nos aparece sostenida en la desmemoria. En la mutilación de los personajes incompatibles con el muro de Pedro Sánchez. Como Ridruejo, que probablemente sea el mayor de todos ellos.
El Gobierno ha gastado –está gastando– 20 millones de euros en el Año Franco. En el medio siglo de la muerte del dictador. Para hacer eso, ha tenido que reinventar la Historia: al morir el dictador, «España estrenó la libertad».
Me acojo a la enmienda que le hizo en una entrevista con este periódico… ¡la actual presidenta del PSOE de Madrid! Paca Sauquillo relató sus recuerdos de los años 75 y 76; cuando el final de Franco provocó la reacción iracunda de las cloacas del régimen y se recrudecieron las detenciones y las torturas del régimen.
20 millones de euros dedicados a una falsedad historiográfica indebatible. A Franco, como decía Umbral, lo matamos de muerte natural. Falleció en la cama, con una cola de millones de españoles que fueron a llorar su cadáver.
Y ese suceso, con mucho de vergonzante y nada de épico, ha sido travestido por el Gobierno en el comienzo de la Libertad. Con mayúscula.
Recuerdo a don Timoteo, el obispo para España y Portugal de la Iglesia Ortodoxa Rumana, sentado en el auditorio del Museo Reina Sofía. Era el primero de los actos del Año Franco, en el que participaron casi todos los ministros, muchos más de los que suelen ir a la sesión de control en el Parlamento.
Don Timoteo, feliz, con la cara del que asiste a un acontecimiento histórico, nos dio la enhorabuena a los españoles por tamaña efeméride. Cincuenta años de libertad. En aquel 1975, todavía se fusilaba. En aquel 1975, el exilio estaba inundado de españoles. Y en aquel 1975… Ridruejo tenía que llamar por teléfono desde el bar por su partido clandestino.
Más allá de la falsedad histórica, asistimos a una extraña necrofilia. A unos les gustan los muertos y a otros nos gustan los vivos. ¿No deberíamos haber guardado esos 20 millones para celebrar las primeras elecciones democráticas? ¿Para conmemorar la Ley para la Reforma Política? ¡Para tirar la casa por la ventana en el 2028 con la Constitución!
Menos mal que se murió Franco, claro, pero no hubo ningún mérito en ello. Y conmemorar algo en lo que no se tiene mérito –rasgo definitorio de Sánchez– es una pérdida de tiempo. Sí se debe celebrar esa obra improvisada, vertiginosa, arriesgada y a pesar de la violencia que fue la Transición.
Si algo se debe celebrar este 1975, es a Dionisio Ridruejo. Con el mismo entusiasmo con el que lo hacía, por ejemplo, El País, que como recoge su biógrafo Jordi Gracia, publicaba un editorial en su recuerdo todos los años.
El descargo de conciencia de Ridruejo, la contrición y el arrepentimiento, enrojecen hoy estos mismos conceptos utilizados por el Gobierno para hablar de Bildu y Puigdemont, columnas vertebrales de su proyecto político.
Son veinte millones de euros y cien actos. En ninguno de ellos hemos visto a Ridruejo, que reunió a las fuerzas de la oposición interior con los de la oposición exterior, que dotó de doctrina a la España que nacía, que vaticinó –y deseó– una socialdemocracia fuerte como reacción a una «dictadura ultraconservadora y mandarinesca».
He empezado a escribir sobre Dionisio Ridruejo –lo reconozco– justo después de leer el último proyecto memorialístico de las fuerzas motrices del Gobierno: una proposición de Sumar para homenajear a todos los fusilados por el franquismo.
¡Como si ser antifranquista otorgara automáticamente la condición de demócrata! Si te mató Franco pero tú antes asesinaste a decenas de inocentes, ¿mereces un homenaje? Si te mató Franco pero tú antes violaste a una decena de mujeres, ¿mereces un homenaje? Si te mató Franco, pero tú antes militaste en una banda terrorista y asesinaste, ¿mereces un homenaje?
Esta semana, en Navarra, el PSOE y Geroa Bai, ante el silencio de Bildu, avalaron la retirada de unas pancartas donde se homenajeaba a dos etarras fusilados. Lo dejo aquí escrito por si hubiera un milagro y esta botella acabara en el mar de algún asesor de Moncloa.
Dionisio Ridruejo nació en El Burgo de Osma. Un lugar donde, sin importar quién gobierne, se conmemora casi cada año su figura y su trabajo por traer la Democracia. La Transición fue obra del exilio, pero también de los reformistas. De quienes abjuraron de su pasado, de quienes clavaron en el corazón del franquismo el puñal del hara-kiri. «No te olvides de nosotros los reformistas, chaval», me dijo poco antes de morir Enrique Sánchez de León, ministro de Suárez.
Porque Suárez fue ministro secretario general del Movimiento. Y porque Gutiérrez Mellado, el general anciano que mantuvo a la Democracia en pie frente a los golpistas del 23-F, fue espía del franquismo en el Madrid de la guerra. Suárez, en un año, como nos contaba Fernando Ónega, su ghostwriter, desmontó en un año –es contrastable– todas las estructuras represoras del franquismo.
Aunque, ¿cómo va a conmemorar Sánchez a Ridruejo, el hombre que dio el aldabonazo en la conciencia del franquismo, después de lo que hizo en el último Congreso federal del PSOE?
Estábamos allí sentados, frente a una pantalla gigante. Sevilla, ¡diciembre de 2024! Apareció Franco, decrépito y con gafas de sol, en blanco y negro. De pronto, una música alegre, la luz y el color, el rojo del PSOE… y el cambio de Franco por Felipe González.
Asesinaron a Adolfo Suárez y a Leopoldo Calvo-Sotelo sin despeinarse. Algunos pensarán que a Ridruejo no lo homenajean por ignorancia, pero da igual. Como siempre, los habrá en Moncloa que no quieran laudarlo por haber sido filonazi en su juventud y los habrá que digan «¿Dionisio qué?», igual que aquel día en que la portavoz del Gobierno, en rueda de prensa, dijo que González fue el primer presidente de la Democracia.
Igual que aquel día en que Sánchez dijo que Antonio Machado nació en Soria.
Ridruejo primero se hizo antifranquista por falangista. Consideraba que el régimen había enterrado el sueño de la revolución nacionalsindicalista nada más terminar la guerra. Se lo dijo a Franco al regresar de Rusia, adonde partió voluntario de la División Azul.
Ahí empezó la metamorfosis. Los arrestos, los confinamientos. Un buen itinerario de lectura para interiorizar ese cambio con la partitura correcta sería éste. Primero, «Cuadernos de Rusia» –en una edición sensacional de Fórcola–, después «Escrito en España» y, por último, «Cartas íntimas desde el exilio» –recopiladas por la Fundación del Banco Santander–.
Su conversión definitiva –el proceso resultó lento porque fue de verdad– llegó en 1956, cuando lo detuvieron como uno de los instigadores de los sucesos universitarios. Al día siguiente, el régimen lo presentó en la prensa como miembro de la oposición.
Aquel gran responsable de la propaganda del régimen saliendo indocumentado y a pie por los Pirineos.
Desde el «contubernio de Múnich», Ridruejo se tornó en gran hacedor de consensos entre distintos tipos de antifranquistas. Tuvo exilio en París y en Estados Unidos. Él, que había escrito discursos para Franco y hasta amparado la salvaje represión en la retaguardia.
Lo muestra esa obra de teatro maravillosa que escribió Ignacio Amestoy: Ridruejo era como una corona de espinas para muchos de los que habían hecho la guerra. Empezaban a ser conscientes de la «locura» de la dictadura, pero no se atrevían a decirlo. Ridruejo fue el inicio del reformismo. La piedra que derribó la presa del búnker.
Eugenio Montes, amigo falangista de la primera hora que no compartió el viraje de Ridruejo, le dijo: «Cuando, como tú, se ha llevado a centenares de compatriotas a la muerte y, luego, se llega a la conclusión de que aquella lucha fue un error, no cabe dedicarse a fundar un partido político. Si se es creyente, hay que hacerse cartujo. Y, si se es agnóstico, hay que pegarse un tiro».
Menos mal que no se lo pegó.
Ridruejo, con todavía más valentía que Suárez y en momentos más difíciles, supo que tenía que explicitar su arrepentimiento. Eran palabras valiosísimas veniendo del hijo político preferido de Franco.
Sin ambages, se definió como «consentidor» de la represión y el asesinato, añadiendo luego: «Los aprobadores no merecen una severidad mayor que los consentidores (…) Conviví, toleré, di mi aprobación indirecta al terror con mi silencio público y mi perseverancia militante. Nadie que haya militado en una causa terrorista es inocente del terror».
Dionisio Ridruejo no sólo es terriblemente incómodo para Sánchez por su viraje y su reformismo –lo mismo podía haber militado en el ala izquierda de la UCD que en el ala derecha del PSOE, el terreno más fértil para una democracia liberal–.
Es muy incómodo porque encarna la contrición que nunca protagonizarán sus socios. ¿Se imaginan la cita anterior escrita y recitada por Otegi a lo largo de todo el país? ¿No sería, entonces, Otegi un personaje valiosísimo para hacer memoria sobre lo que fue ETA? ¿No merecería la pena que estuviera en esa «dirección del Estado»?
Mertxe Aizpurua, portavoz de Bildu en el Congreso, como responsable de Egin, estuvo a cargo de portadas salvajes sobre el asesinato de Miguel Ángel Blanco y el secuestro de Ortega Lara. ¿Se imaginan que se dedicara en cuerpo y alma a recorrer España y el extranjero diciendo que aquello fue terror, que se equivocó, que fue inhumano, que jamás debería volver a repetirse y que debemos defender la democracia liberal como mejor forma de convivencia?
Ninguna de estas cosas se ha producido. Y hay que recordaralas cuando el Gobierno habla de «diálogo y normalización». El «diálogo y la normalización» fue la amistad que mantuvo Ridruejo –exfalangista– con aquellos chavales comunistas en la cárcel de Carabanchel. El «diálogo y la normalización» fue la complicidad de Ridruejo con los socialistas y comunistas del exilio pese a sus diferencias.
Por no hablar de Puigdemont, al que se le ha concedido la amnistía política sin haber rectificado una coma de lo que hizo y dijo mientras duró el procés. ¿Se imaginan el efecto balsámico que tendría sobre Cataluña un Puigdemont volcado en escribir contra el procés?
Claro que habría que negociar, hablar y hasta pactar con ellos en lo importante. Pero estamos muy lejos de eso. Y la figura de Dionisio Ridruejo, escondida por el Gobierno en su Año Franco, se nos aparece como fantasma incómodo. Como utopía.
Ridruejo, suele decir su familia, fue un demócrata con juventud falangista; y no un falangista con madurez demócrata. Una frase que me recuerda a esa tan certera de Eduardo Madina y que tanto le habría gustado a Ridruejo: la importancia de ser hijos de la Transición, y no nietos de la Guerra Civil.
Ahí va Ridruejo. Ahí fue en su última gran declaración pública:
“La esperanza que me gana sobre todas no es la de ser un exponente, un dirigente o un indicador, sino, ante todo y sobre todo, el hombre que pueda sentirse completo incorporándose a la corriente emocional de un pueblo en pie que afirma su decencia en la práctica de la libertad —esta que ahora tomamos porque es nuestra— para la realización de la justicia”.