- El choque en directo entre ministros patentiza una despreocupación radical por guardar siquiera las apariencias. Y en política no hay nada más importante que las formas.
El Gobierno, en cuanto encarnación de la función ejecutiva, es por definición un poder simple, caracterizado por la unidad de mando.
Aunque se trate de un órgano colegiado, los ministros que lo componen se entienden como meros brazos ejecutores de la voluntad del jefe de la Administración. Por eso, las asambleas deliberativas no gobiernan.
Tan disruptor es el Gobierno Sánchez que este principio elemental de la política, válido igualmente para los ejecutivos de coalición, no parece aplicar para este Consejo de Ministros. Es insólito que en la magistratura decisoria por antonomasia ya no prevalezca inequívocamente la voluntad del presidente.
El lamentable contencioso sostenido a lo largo de esta semana entre los Ministerios del PSOE y los de Sumar, a propósito de la resistencia de Yolanda Díaz a acatar la directriz del primer ministro sobre la tributación del SMI, nos asoma a una situación inédita: la voluntad del Ejecutivo aparece escindida.
La disociación de este Gobierno bicéfalo se inscribe en otra de las innovaciones de la Presidencia de Sánchez, tan asidua a derogar todas las convenciones: la de explicitar las desavenencias entre los ministros en sede pública.
Ni en los momentos de mayor colisión entre la cuota podemita y la socialista del anterior mandato de Sánchez llegamos a presenciar un episodio como el de este martes, con la portavoz del Gobierno rectificando a su antecesora en el uso de la palabra al hilo de la intervención de la ministra de Trabajo. Nunca se había visto una desautorización de un miembro del gabinete a otro en vivo y en directo.
Todos los gobiernos albergan diferencias de criterio y controversias entre sus distintos componentes, especialmente cuando se trata de uno conformado por dos partidos distintos. Pero la diferencia es que, hasta ahora, esas discrepancias se habían enunciado o bien privadamente, o bien en foros separados. Nunca en la tribuna institucional en la que se expresa la postura unitaria del gabinete.
El incidente certifica otro salto cualitativo en la desvirtuación del sentido de lo público que ha traído el sanchismo. Porque patentiza una despreocupación radical por guardar siquiera las apariencias.
Cero patatero para la comunicación de los socios del Gobierno. Rifirrafe en directo entre Pilar Alegría y Yolanda Díaz por la tributación del SMI: «Eso no es así». pic.twitter.com/S7mIpkijtk
— Prensa y Poder (@Prensa_Poder) February 11, 2025
Y, pese a lo que pudiera pensarse, en política no hay nada más importante que las formas. Las maneras y modales, al ritualizar el ejercicio del poder, estilizan la praxis pública. La someten a una reglamentación informal que atempera su inclinación a la desmesura, y permiten revestirla de unas hechuras de imparcialidad y previsibilidad que no son en absoluto accesorias.
La actividad gubernativa y parlamentaria de los últimos años se ha olvidado de que la observancia de un catálogo de principios formales, de una jurisprudencia de costumbres políticas no articuladas en normas positivas, conforma la infraestructura moral del orden social.
El sanchismo en concreto, de conformidad con su comprensión particularista y discrecional de la política, se ha emancipado de las obligaciones que imponía el decoro político. De ahí que, por ejemplo, María Jesús Montero, lejos de intentar aplacar su choque con Yolanda Díaz, lo haya recrudecido calificando a su compañera nuevamente en público de «populista».
El sanchismo puede ser tildado de pornocracia porque ha transparentado sus métodos obscenos. Su desinhibida forma de hacer política, reducida al ejercicio desnudo del poder, entra en contradicción con las exigencias del pudor. Algo acreditado también en que los ministros ya no se cuidan de tapar sus vergüenzas.
Todo el modus operandi sanchista puede resumirse en la desfachatez (ahí están los casos del CIS, RTVE o el fiscal general), lo cual explica en último término su querencia autoritaria. Porque el pudor (frente al exhibicionismo nudista) supone una constricción interna mediante la cual la persona asimila los usos de una cultura y se siente intersubjetivamente vinculada por ellos.
El sentimiento de la vergüenza somatiza el dictado de la conciencia moral. Por eso sentenció Rafael Sánchez Ferlosio que «la vergüenza es la nodriza de toda educación».
Que uno se ruborice al transgredir las reglas es un sano indicativo y una fuerza atemperadora. En cambio, el descaro (como el del rostro pétreo y petrino de nuestro presidente) implica que uno no siente temor al reproche ético. Una insensibilidad ante los frenos morales que se ha saldado con la conocida colección de desmanes perpetrada por el sanchismo.
La pedreste y vulgar expresión del españolito resabiado de la política, que lamentaba que sus representantes son «unos sinvergüenzas», se ha cumplido en este caso en su sentido más exacto.