El terrorismo es santo cuando se ejecuta en defensa de la religión, y constituye un deber para todo creyente, incluso a escala individual, eliminando al azar a quienes pertenecen a países opresores.
En las informaciones sobre el atentado fallido de Londres, las referencias a Al-Qaida vienen manteniéndose dentro de un perfil muy bajo. A pesar de la estricta adecuación del procedimiento megaterrorista -catástrofe provocada por explosivos que estallan simultáneamente en medios de transporte-, TVE 1 se limitaba al día siguiente a incluir en su crónica que «algunos especialistas» responsabilizaban a Al-Qaida. Veinticuatro horas más tarde, el telediario transmitía la noticia de que probablemente entre los detenidos se encontraba un hombre de Al-Qaida, pero a continuación el relato giraba hacia el tranquilizante encuentro de Tony Blair con líderes islamistas. Sobre los cientos de vuelos cancelados y la pérdida de maletas, en cambio, fuimos informados hasta la saciedad.
Otro tanto sucedió en el reciente caso de los trenes volados en Bombay. Se trata de un viejo recurso utilizado siempre a efectos de disipar el miedo. La focalización del relato en India o en Londres, desplazando aquí la atención hacia el problema del caos en los aeropuertos, tranquiliza a los espectadores y aleja la sensación de riesgo. Cuenta asimismo la voluntad de quitar de la vista todo aquello que enturbie la visión oficial de la Alianza de Civilizaciones. Por una vía opuesta, la voluntad de ocultación resulta asimismo patente en los medios de información árabes respecto de los intentos de reforzar la seguridad en el Reino Unido frente a eventuales nuevos atentados. Al-Yazira emplea todos sus esfuerzos para mostrar el sinsentido de ese propósito. De un modo u otro, el espectro de Al-Qaida se desvanece. Sin embargo, tanto en Bombay como en Londres, la atribución a Al-Qaida no ofrece dudas, siempre que tengamos en cuenta que a partir de la pérdida que supuso la ocupación de Afganistán para el entramado de Bin Laden, la organización operó un giro, en palabras de su teórico Mustafá Setmarian, hacia una Al-Qaida como convergencia de sistemas.
La centralización precedente hubo de ceder paso, no a una nebulosa como suele escribirse, sino a una red con un mínimo de enlaces para garantizar la seguridad, y de este modo al protagonismo de células aisladas, las cuales, eso sí, ajustan sus acciones a las consignas del centro. Para eso están como detonador del proceso, previos a los llamamientos concretos a actuar, los mensajes difundidos por Al-Zawahiri gracias a la cadena de televisión Al-Yazira, y que van marcando futuros objetivos. Así sucedió a cargo de Bin Laden en el caso de nuestro 11-M, volvió a pasar a fines de abril incitando a la rebelión en Pakistán, al tiempo que era evocada la ocupación de Cachemira por India, y ahora, sólo hace unos días, el 27 de julio, al exigir acciones de yihad contra Estados Unidos y otros cómplices de la agresión de Israel: «Quien haya participado en este crimen, deberá pagarlo».
Vale la pena seguir de cerca cuanto dice este seguidor de Sayyid Qutb, incluso en sus exageraciones al hablar del territorio perteneciente al Islam, entre Irak y España. El terrorismo es santo cuando se ejecuta en defensa de la religión, y constituye un deber para todo creyente, incluso a escala individual, eliminando al azar a quienes pertenecen a países opresores. La enseñanza sagrada es aquí de plena aplicación -episodio de Muhayyissa en la ‘Vida del Enviado de Alá’, de Ibn Ishaq: «Matad al primer judío que tengáis a vuestro alcance» -sin necesidad de órdenes concretas: el atentado fallido de Alemania respondería a este subsistema de ‘la yihad individual’ dentro de la constelación yihadista.
Al lado de la yihad de pequeñas células, explica Mustafá Setmarian, fomenta el reclutamiento de muyahidines, y al propio tiempo «genera inseguridad en organizaciones nacionales e internacionales, que no saben cómo hacerle frente; la detención de unos cuantos miembros no afecta al entramado ni a la lucha en general». Y vale la pena asimismo tomar en consideración el riesgo creciente que representa la estrategia de Al-Qaida, con una opinión musulmana cada vez más irritada frente a Occidente. El prolongado lapso que discurre entre uno y otro acto de megaterrorismo sirve para crear la falsa impresión de que el peligro ha desaparecido y para incrementar correlativamente el impacto del golpe cuando éste llega. Por otra parte, en éste como en otros componentes de la actuación de Al-Qaida, los yihadistas siguen la pauta de la lucha del Profeta contra los mequíes. Al-Qaida no tiene posibilidad alguna para derrotar a Estados Unidos frente a frente; el ataque reiterado contra la red de comunicaciones del comercio mequí le bastó al Profeta para doblegar a los adversarios de su ciudad, y Bin Laden y los suyos piensan que lo mismo puede volver a producirse, incitando de paso a la movilización general de los creyentes.
En cuanto a popularidad, el chií Nasralá les lleva hoy ventaja, sin que ello importe demasiado, ya que sus líneas de ataque resultan complementarias: el primer misil de largo alcance lanzado sobre territorio israelí llevaba el nombre de ‘Jaybar-1’, evocando la destrucción por Mahoma del último bastión judío. El merecido fracaso de Israel en la pasada guerra no debe hacer olvidar esa otra dimensión de la crisis. Tanto para Ahmadineyad y Nasralá como para Bin Laden y Al-Zawahiri, no se trata de lograr una solución justa para el pueblo palestino, sino de borrar del mapa a ‘la entidad sionista’. El complot terrorista de Londres puede ser considerado un acto frustrado de barbarie. No es en cambio un disparate, sino la aplicación puntual de una estrategia consistente en provocar por todos los medios, cuanto más sanguinarios mejor, la destrucción de los implicados en la nueva ‘cruzada ameri- cano-sionista’.
El yihadismo ignora todas las alusiones que en el Corán obligan al respecto hacia cristianos y judíos. Borra uno tras otro los aspectos constructivos de los textos sagrados, para converger desde todos los puntos en el deber de la guerra. Aplicando el tópico de que la yihad es resistencia, los dirigentes de Al-Qaida presentan la situación actual como un combate a muerte, en el curso del cual la eliminación de los civiles incrementa el efecto psicológico de la acción terrorista: «Que sientan miedo hasta los fetos en los vientres de sus madres» (Mustafá Setmarian). Se trata de una lucha a escala mundial, cuyo objetivo es el triunfo inevitable del Islam militante sobre la infidelidad de los ‘nuevos cruzados’. «El mundo entero es un campo abierto para nosotros», celebra Al-Zawahiri en su último mensaje. Última lección de Londres: proliferan los terroristas británicos porque hasta julio de 2005 no hubo el menor obstáculo para la difusión en Inglaterra de las doctrinas yihadistas. Ciertamente, ha intervenido un conjunto de factores coadyuvantes, nada desdeñables. Como subraya ‘The Economist’, a diferencia de los instalados en Norteamérica, los musulmanes británicos tienden a ser una reserva de mano de obra barata, cuya falta de integración resulta acentuada por residir en suburbios con un alto grado de concentración de emigrantes del mismo origen, que por puro azar viene a ser en muchos casos ese Pakistán que se ha convertido en reducto de islamismo radical.
El modelo multicultural permitió además que esa grieta respecto de la sociedad de recepción se abriese más y más con el tiempo, desde la enseñanza en escuelas musulmanas, fomentada desde el Gobierno, a la definición de una contracultura de base religiosa, muchas veces tajantemente antioccidental. De ahí que llegaran a hacerse propuestas de aplicación legal de la sharía al derecho privado y que en la política de captación electoral desde el laborismo la neutralidad ante la circulación de ideas y libros en medios musulmanes fuera acompañada por la aceptación de la condena de las actitudes críticas, supuestamente hostiles, contra la doctrina religiosa en nombre del combate contra la islamofobia.
La inadaptación o el malestar juvenil en los suburbios no bastan para explicar la deriva radical, en el marco de la alianza entre Blair y Bush, masivamente rechazada por los musulmanes de todo el mundo, y lógicamente también por los británicos. Cada panfleto en las librerías de las mezquitas, cada sermón de imam radical, era una llamada a la yihad, sin que ello afectara a la táctica laborista de aproximación al islamismo. El hecho de que los musulmanes moderados del Reino Unido sean muy sensibles en la preocupación por el ascenso del extremismo religioso es positivo, pero también indicio de que hay una minoría simpatizante del yihadismo. Aquí y ahora, conviene no olvidarlo.
Antonio Elorza, EL DIARIO VASCO, 26/8/2006