Miquel Escudero-El Imparcial
Las sociedades van cambiando a mejor o a peor según las condiciones de vida que rijan en ellas. Y serán particularmente adecuadas en la medida en que generen bienestar y desactiven cualquier marginación; de nuevo igualdad y libertad para todos. ¿Cómo explicar que la esperanza de vida en los Estados Unidos de un niño blanco al comienzo del siglo XX (35 años después de abolida la esclavitud) fuera mucho mayor que la de un niño negro? Hoy día, esta diferencia se ha reducido y ha pasado a ser de unos cuatro años; dato que leo en El gran experimento (Paidós), del historiador alemán Yascha Mounk, doctorado en Políticas por la universidad de Harvard.
Hechos como el anterior son resultado de una grave desatención y no pueden dejarnos indiferentes sin complicidad. La democracia liberal reclama la igualdad y la libertad de los ciudadanos, sin distinciones. ¿Cómo se aborda, en coherencia a los principios de la democracia y de la dignidad humana, la heterogeneidad que haya en una sociedad organizada? Cada vez es mayor la proporción de habitantes europeos que no han nacido donde ahora residen. Importa que todos, vengan de donde vengan y piensen como piensen, puedan identificarse anímicamente como miembros de esa sociedad, en endogrupos libres y plurales; y que no se potencien los exogrupos, despegados y extranjerizados. No se trata de una quimera, sino de un proyecto realista y positivo, necesario para la convivencia.
Despotricar contra los foráneos viene a ser, sin embargo, un automatismo de los distintos nacionalistas, éstos reiteran una angustia contagiosa y obsesiva por controlar su terreno ante los de afuera, a quienes ven como una anomalía y un peligro para las buenas costumbres. Se trata de un temor agobiante, el gran asunto social es que los grupos humanos abandonen la dinámica de tribus.
El colonialismo produjo en África unas divisiones territoriales arbitrarias e irresponsables; una herencia demencial la suya. Como ejemplo de torpeza y de una total falta de sensibilidad al trazar nuevos países africanos, Mounk señala el enquistamiento en la República de Malaui de una enemistad acérrima entre chewas y tumbukas; para ubicarlo, señalaré que este país tiene unos veinte millones de habitantes y que limita con Zambia (17 millones de personas), Mozambique (32 millones de personas) y Tanzania (67 millones de habitantes).
La esclavitud -una cruel y repugnante realidad que niega la condición personal de un ser humano y se permite humillarlo como a una bestezuela, hasta destrozar su vida humana- no fue una novedad traída por el colonialismo, pero lo potenció enormemente. Veamos el caso de Anthony Burns, nacido en 1834 como esclavo en Virginia, aprendió a leer y a escribir y se fugó a Boston cuando tenía 20 años de edad. Un cazador de esclavos lo capturó en 1854 y le fue aplicada la Ley de Esclavos Fugitivos. Hubo movilizaciones en su favor y Wendell Phillips, un abogado bostoniano blanco que llegó a dirigir una Asociación abolicionista, repitió hasta la saciedad que aquel hombre no tenía más amo que Dios. Al año siguiente fue comprado por entidades cristianas antiesclavistas para ponerlo en libertad. Aquel muchacho torturado murió con sólo 28 años de edad, víctima de una tuberculosis.
Dejemos ahora África, un continente prometedor y merecedor de esperanza. Dejemos por un momento, la esclavitud pasada, siempre presente en numerosos lugares olvidados de la mano de Dios. Hablemos de una forma de exclusión en nuestro país que se oculta o desfigura y que no es insignificante.
Este curso, algunos poderosos han moldeado en España leyes a la medida de sus socios y han llegado incluso a eliminar delitos para favorecerlos a cambio de su apoyo parlamentario, con todo descaro. En contraste con estas arbitrariedades, destaca Felipe VI como Rey republicano, un rey que trata a sus conciudadanos como a iguales, con respeto y una deferencia insólita. Y que sostiene los principios de igualdad y libertad, en la idea de que la ley está por encima de todos, incluido él mismo. Irónicamente, políticos de nuestro Gobierno (de nuestros distintos gobiernos) cacarean su progresía haciendo alarde de grosería antimonárquica, mientras que su praxis es rotundamente antirrepublicana (va contra la igualdad de todos los ciudadanos) y son cómplices de privilegios. Algunos exigen un estado plurinacional que integre las diferencias de los distintos territorios, pero ocultan la realidad y niegan las diferencias que se dan entre sus conciudadanos. De este modo, están al servicio de una oligarquía identitaria a la que se consiente sabotear a más de la mitad de sus ‘súbditos’ el derecho a educarse en su lengua materna, ni siquiera en una cuarta parte de la docencia. Para esto no hay derecho a decidir…