ARCADI ESPADA-EL MUNDO

Mi liberada:

La entrada blackface de la Wikipedia tiene más de 15.000 palabras y 300 notas. A veces se le reprochan a la enciclopedia digital sus coloreados errores, cuando no es lo importante. Bastante más grave me parece la desproporción. En una enciclopedia clásica la proporción era clave y un dato sobre su calidad, porque el número de líneas dedicado a una entrada era, por sí mismo, una información valiosa. La trituración digital del formato ha acabado con el valor de la proporción, y no solo en la Wikipedia. Los tiempos en que el tamaño importaba han pasado a la Historia. 15.000 palabras para describir el acto de pintarse la cara de negro parecen muchas palabras. Pero eso sería antes de que el capricho estuviese a punto de arruinar la carrera política de un hombre. Hace 18 años el primer ministro de Canadá, Justin Trudeau, se pintó la cara de negro en una fiesta. Ahora, en plena campaña electoral, sus enemigos políticos han publicado la foto que lo demuestra. Trudeau, que tenía entonces 30 años, iba disfrazado de Aladino, el genio de la lámpara de las Las mil y una noches.

Es lúgubremente cansino detallar todos los asombros de este asunto. En fin: peor sería trabajar. Yo no lo sabía, pero en algunos países, como Estados Unidos o Canadá, está moralmente prohibido disfrazarse de negro. Porque esto es lo que supone la interdicción del blackface, dada la dificultad de disfrazarse de negro sin pintarse la cara, a menos de que no se propongan soluciones alternativas, como la que emanaba de la prosa de Juan Abreu en su blog: «Hummm… yo me he pintado la polla de negro en varias ocasiones y en fiestas porque las damas presentes querían follarse a un negro o meterse una polla negra, hay condones negros ya sé y también los he usado ay papi qué ilusión una polla negra pero hay una pintura que puede usarse para estos casos y confieso, ay, que me he pintado la polla para que pareciera la polla de un negro». Quién negará que, una vez vestido, Abreu seguía disfrazado de negro. Otro asombro afecta a la prescripción, asunto de gran interés. En las últimas elecciones municipales el partido Podemos presentó como candidata a una mujer condenada hace 30 años por el asesinato de un hombre. La decisión tuvo utilidad jurisprudencial. En la España política un asesinato prescribe en 30 años. Anteriormente, con el caso Màxim Huerta, supimos que una infracción fiscal –no un delito– necesita más de 10. Y en Canadá 20 años no acaban de redimir el crimen de un blackface. Se trata de ir acumulando sentencias del Gran Tribunal para saber, en fin, qué puede uno hacer con su vida después de haber hecho el mal. Hay otro asombro, aunque temo que dada su sofisticación no alcances a comprenderlo. El disfraz de Trudeau alude e implica a lo negro, y no a los negros, y lo mismo ocurre con cualquier broma o ironía que aluda o implique a cualquier grupo. Hay una perceptible diferencia entre decir, al modo de Jordi Pujol, que el hombre andaluz está «poco hecho» e imitar el ceceo, y ¡ole! y ¡ole!

Sin embargo, el asombro máximo está incrustado en la raíz misma del caso concreto de Trudeau y Aladino, y muestra las paradojas de la corrección política hasta un extremo cómico. Hace unos meses, Jackie Mansky, una colaboradora de Smithsonian (a la que llego a través de una nota de Fernando Mejía en Enter.co que resume el artículo) escribía sobre el remake que se prepara de Aladino, la película animada que produjo Disney en 1992. Hasta Disney las interpretaciones genéricas del rostro del genio de la lámpara viraban al negro. Pero en la película el genio tenía la piel azul. Estas fueron las explicaciones que dio Eric Goldberg, el responsable de la animación, sobre el cambio cromático: «Goldberg –cojo la nota de Mejía– dice que usaron la paleta de colores para transmitir características esenciales de los personajes: ‘Los rojos y las sombras son los colores de la gente mala. Los azules, los turquesas y los aqua son colores de la gente buena’». En el Aladino que ahora se prepara el genio lo interpreta Will Smith, que es negro. Pero al que han pintado todo de azul, porque deben de querer hacerlo pasar por gente buena. No sé si el estreno de la película llegará a tiempo para salvar la campaña de Trudeau. Desde luego, yo cogería el tráiler como vídeo principal de campaña. ¡Oh, los colores de la corrección política! Cómo no aplicarles aquella cita de Melville, en Billy Budd, que hace entrar mi amigo Juanjo Jambrina por mi ventana siempre abierta: «En el arco iris ¿quién puede trazar la línea donde acaba el color violeta y empieza el anaranjado? Vemos con claridad la diferencia de los colores, pero ¿dónde, exactamente, se mete el uno en el otro, mezclándose con él? Así sucede con la cordura y la locura». En efecto: así sucede con la razón y el delirio de la corrección política.

La corrección política es uno de los precios que paga la libertad. Nadie que no sea un imbécil, e incluso un perfecto imbécil –el imbécil con cultura–, niega que hayan aumentado los niveles de igualdad, seguridad y prosperidad. Pero, aun tratándose de un cálculo ineludiblemente abstracto, es probable que ahora la libertad esté sufriendo. Se cree que la corrección política facilita la mejora de esos tres índices. No hay mayor prueba, pero puede que algo deba el progreso a la corrección, dado que la corrección ha existido siempre. En un librito que recoge un debate Munk sobre el asunto, publicado por Planeta, dice Stephen Fry: «Yo me crié con la corrección política, lo que significaba que no podían decirse ciertas cosas en la televisión: no podía decirse joder, por ejemplo, porque era incorrecto». Fry tiene mi edad. Yo también me crié con ella. Una de las trampas principales de la corrección política de hoy es hacer creer en su novedad, porque así evita la temible impugnación por analogía. Pero la hubo y nos rebelábamos. Entonces era alzarse contra lo correcto, secamente. Lo que hacíamos está descrito con gran concisión en el trepidante tangazo de Jacques Brel: «Y cuando los notarios sobre la medianoche/ salían del Hotel des Trois Faisans/ les enseñábamos el culo y buenos modales/ y les cantábamos:/ los burgueses son como los cerdos/ cuanto más viejos más gil…».

No estábamos solos. Por decirlo de modo sumario teníamos a la izquierda detrás. La izquierda aprobaba que enseñáramos el culo. Ahora solo permite –¡obliga a!– hacerlo cuando se trata de que el culo o las tetas pierdan su carácter explosivo. Ahí están las mujeres que, como recordaba el joven Caballero en este periódico donde te echo las cartas, recomiendan que las impúberes dejen de vestir en la playa su bikincito insinuantemente pudoroso (qué maravilla de oxímoron ese bikincito) y les exigen que se acostumbren a la desnudez. Y lo peor: que nos acostumbren. Estas tipas que históricamente se han quejado de la cosificación de la mujer optan ahora por su animalización descarada. Y es que también las vacas llevan las tetas fuera.

Ciertamente, estos años tienen una cosa especial. A la imperturbable y aun vigente corrección de la derecha se ha unido la aún más implacable corrección de la izquierda. Nunca pudimos imaginar la sarcástica alianza que nos preparaba el destino, ahora que en el fragor de nuestras guerras culturales nos aplauden los notarios que se manifiestan por las calles con fotos de fetos que ya dicen mamá.

Pero tú sigue ciega tu camino.

A.