- En este apesadumbrado otoño empiezan a amontonarse las iniciativas crueles y las medidas intragables. Alarma en Moncloa. La ira social entra en ebullición
A Yolanda Díaz le arrojaron huevos este domingo en Valencia. Afortunadamente, el incidente no llegó a mayores. Su outfit no resultó dañado. Quizás sí, su moral. Ya le pasa lo que a Pedro Sánchez, que no va a poder salir de casa. Hace poco hubo que convertir Trujillo en La Habana, una ciudad sitiada y vacía, para que Díaz y Nadia Calviño pudieran recorrer sus calles sin incidentes. Cierto que ese día andaba suelto Sánchez por la zona, lo que agita la ira y las ansias de lanzar huevos sobre las cabezas de nuestro Ejecutivo.
«La gente no aguanta más, hay un síntoma de agotamiento», comentó Teodoro García Egea, número dos del Partido Popular, tras condenar tan chusco episodio. «Este Gobierno no va a poder salir a la calle», añadía. En línea con lo que reconocía un anónimo ministro en privada confesión: «No podemos salir de casa sin escolta, ni ir a un cine, ni a tomar un café. Nos odian».
En sólo un fin de semana, Moncloa movilizó 16 aparatos, entre Falcon y helicópteros Puma, para que el presidente se desplazara a actos de propaganda del partido
Quizás incurría en una exageración, fruto sin duda del pavor. Por ejemplo el titular de Universidades Manuel Castells, convexo y oblongo como una avutarda, puede pasearse por donde se le antoje sin temor a ser zaherido porque apenas le reconoce su sastre, en el caso improbable de que lo tenga. Para evitar este tipo de inconvenientes, Sánchez opta por la vía aérea, quizás más onerosa y muy poco atenta con los excesos de CO2 y otras fábulas sostenibles, pero a buen seguro, mucho menos arriesgada.
En tan sólo un fin de semana, mientras ahuevaban a su sufrida vicefashionaria, Moncloa movilizó 16 aparatos, entre Falcon y helicópteros Puma, para que el presidente se desplazara a actos de propaganda del partido. «No es por miedo, lo que ocurre es que disfruta intensamente de los beneficios del cargo«, comenta muy sonriente uno de sus 800 asesores. Los primeros ministros británicos son muy dados a aparecer fotografiados en actitud de espera en las estaciones de ferrocarril y no por eso han despertado jamás entusiasmo popular alguno, pensará el mentado asesor. .
Se sienten maltratados por la reforma de la ley de Seguridad Ciudadana, que llaman ‘mordaza’, según la cual los agentes del Orden pasarán a convertirse en fámulos obsequiosos de criminales y delincuentes
Después de unos cuantos meses sumidos en ese estado letárgico producido por el despiadado confinamiento que nos dedicaron Sánchez, su mayordomo Illa y su equipo de expertos inexistente, se aprecia ahora un lento desperezar en algunos sectores de la población, que transitan del desaliento a la ebullición, del desánimo al cabreo. Así ocurre, por ejemplo, con los miembros de los Cuerpos y Fuerzas, o sea, Policía y Guardia Civil, que se sienten maltratados por la reforma de la ley de Seguridad Ciudadana, que llaman ‘mordaza’, según la cual los agentes del Orden pasarán a convertirse en fámulos obsequiosos de criminales y delincuentes. La presidenta de la Comunidad madrileña, Isabel Día Ayuso, siempre atenta a cuanto implica la defensa del Estado de Derecho, acudirá a la concentración, que se adivina populosa, unas cien mil almas predicen los convocantes, en la que se coreará sin el menor afecto el nombre de Marlaska.
Es exagerado hablar de un despertar de conciencias o de un ligero síntoma de reacción ciudadana. Apenas se ha pestañeado por aquí durante meses y meses, pese al ocultamiento de las cifras de los fallecidos en la pandemia, el desastre de la gestión sanitaria, los estados de alarma inconstitucionales, los negocios turbios con el material médico, los embustes y las trolas. Ni siquiera se escuchaba voz de queja alguna ante la quiebra masiva de empresas (más de 25.000 el último año), la desaparición de negocios, la pulverización de puestos de trabajo, el hundimiento de familias, la pobreza creciente, las colas del hambre… No pasaba nada. Sánchez, con su quijada granítica y su sonrisa desbordada de perfidia, recitaba las coplillas de Iván, (‘salimos más fuertes’, ‘nadie quedará atrás’, ‘la nueva normalidad’…) mientras paseaba garboso y despreocupado por sus palacios de Moncloa, Doñana y Canarias. De colchón en colchón. Unas teles adictas, unos sindicatos engrasados y pancistas, una oposición despistada y un respaldo parlamentario con forma de Frankenstein le aseguraban tiempos de plácida bonanza.
En este apesadumbrado otoño empiezan a amontonarse las medidas intragables, las decisiones desorbitadas, la iniciativas salvajes. La última ha sido la recarga en las cotizaciones
La convocatoria de la policía es posiblemente el primer aviso serio de lo que viene. El desencanto deja paso a la rabia. Una tras otra, las medidas de un Gobierno desbordado aciertan a indignar nichos diferentes de la población. Desde los jueces, que reclaman que se cumplan las sentencias, qué enormidad, a las peluquerías, que exigen la bajada del IVA porque no pueden más. En este apesadumbrado otoño se amontonan los decretos intragables, las decisiones desorbitadas, la iniciativas salvajes. La última ha sido la recarga en las cotizaciones a empresarios y trabajadores para salvar las pensiones. O sea, impuestazo para salvar una gestión deficiente.
El rosario de calamidades se exhibe interminable, concretados fundamentalmente en ese jinete del apocalipsis llamado inflación que arrasa con ahorros, salarios, economía familiar, negocios, empresas, con la vida en general. Ese frenesí alcista de los precios de la energía y el combustible que se tradujo, solo el pasado mes, en un incremento del 62 por ciento del recibo de la luz, un 30 por ciento el gasoil, un 25 la gasolina… sin adentrarnos por el sendero del horror en el hipermercado, con las viandas y enseres de primera necesidad pavorosamente descontrolados a la puerta de Navidad. Por no hacer mención de las falsedades que esparce cotidianamente la vicepresidenta Calviño, ajena a las previsiones de todos los organismos existentes, y, posiblemente aterrada ante las cifras macro que dibujan un horizonte de pánico.
Así empezó Macron tras la subida del gasóleo y aquello derivó en la revolución de los chalecos amarillos, 4.000 heridos, 600 detenidos, ‘efusiones de sangre que bastarían para matar a un turco» diría Conrad
«España va mejor», recita el presidente con la indolencia de quien carece de escrúpulos. «Cuantas más mentiras suelto en mis discursos más me aplauden», decía Chirac, otro desalmado. Quizás Teo, uno de los personajes del momento por otras razones, tiene razón cuando aventura su teoría del hartazgo general. No es difícil palparlo. Cierto que en los meses de pandemia y desgobierno apenas se percibió protesta alguna, signo de malestar palpable. Si acaso, el quejido lejano y rural de algunos tractores. Muy poca cosa. Más grave se adivina ya la protesta de los camioneros, un paro de tres días ante las mismas barbas de Papá Noel.
Esta huelga asusta en Moncloa. La ministra del ramo, Raquel Sánchez, que pasó inopinadamente de alcaldesa de pueblo a titular de la complicada cartera de Transportes, asegura, impasible, que «hay tiempo para el acuerdo». Así empezó Macron con los agricultores y transportistas tras la subida del gasóleo y aquello derivó en la revolución de los chalecos amarillos, 4.000 heridos, 600 detenidos, ‘efusiones de sangre que bastarían para matar a un turco» diría Conrad, y la rendición del Elíseo que se la envainó a los sones de allons enfants. Empiezan los camioneros, siguen los agricultores, se suman los ganaderos, luego autónomos varios y el Gobierno se cae del sofá en plena siesta.
Por aquí aún no se divisa la llegada de chalecos, pero sí se percibe ese ‘olor fosfórico de la angustia recalentada, similar a la del miedo, pero más agresivo», diría Onetti. «Los precios suben, la cólera retumba en España», apuntaba desde su portada Liberation. Algo muy grueso y oscuro se está gestando y no será Bruselas quien te salve, Sánchez.