MANUEL ARAGÓN REYES-El PAÍS
- El ordenamiento jurídico español permite ambas declaraciones. Las garantías del estado de excepción son incluso superiores al de alarma, por lo que debe huirse de cualquier consideración anclada en el franquismo
Ante la proximidad de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la declaración del estado de alarma efectuada en marzo de 2020, se han esgrimido en los medios de comunicación determinadas razones en favor o en contra de la posición adoptada por el ponente de esa sentencia, que entiende que se suspendieron derechos fundamentales y, por ello, que lo preceptivo, a tales efectos, debiera de haber sido acudir al estado de excepción y no al de alarma.
Lo primero que llama la atención es el uso, nuevamente, de la filtración, algo que tanto daño ha hecho al Tribunal en ocasiones anteriores. Es lamentable que una actuación tan reprochable no haya sido cortada de raíz, por ejemplo, decidiendo una inmediata deliberación y votación de la sentencia para evitar, al menos parcialmente, los fines indeseables que toda filtración persigue. Pero, en fin, así están las cosas y lo que ahora procede es aclarar un falso problema que, acerca de esa próxima sentencia, se ha suscitado.
El Tribunal, en uso de su independencia, resolverá lo que estime pertinente sobre la constitucionalidad o no de aquel estado de alarma, pero, sea una u otra la decisión que adopte, lo que no debiera es asentarla en una concepción constitucionalmente inadecuada de nuestro derecho de excepción. De manera que, ante la opción de decantarse por entender que el estado de alarma habilitaba para la suspensión de derechos o que, para ello, era necesario el estado de excepción, no está enfrentado, de ninguna manera, con el dilema que dividió a los lacedemonios, de un lado, y a Octavio y Catón, de otro, al que se ha referido un admirado y querido colega hace unos días en este mismo periódico. Los primeros apelando a la necesidad por encima de la ley, y los segundos a la ley por encima de la necesidad.
Ese es un falso problema, pues en nuestro ordenamiento constitucional no hay que acudir fuera del Derecho para resolver el problema que la sentencia ha de afrontar. Siempre, claro está, que se interprete la legalidad (en este caso la Ley Orgánica reguladora de los estados de alarma, excepción y sitio) de conformidad con la Constitución. No deja de sorprender que sea una especie de lugar común el entendimiento, erróneo a mi juicio, de que el estado de alarma sólo está previsto para catástrofes naturales y el estado de excepción para crisis políticas.
Ello no se deriva, en modo alguno, de la Constitución, sino de una determinada interpretación de la ley orgánica realizada por algunos juristas. La única distinción que de la Constitución se desprende se refiere, no al supuesto de hecho, sino a las medidas necesarias para hacerle frente: cuando, para remediar la crisis, se hace necesario acudir a la suspensión de derechos, procede declarar el estado de excepción; cuando no se requiere tal suspensión, puede acudirse al estado de alarma.
Que la Ley Orgánica prevea el estado de alarma para hacer frente a epidemias sanitarias, no puede excluir que, ante una situación de auténtica pandemia global de gravísimas consecuencias, como la del coronavirus, pueda acudirse el estado de excepción, previsto también para hacer frente a graves problemas de orden público cuya solución necesite de la suspensión de derechos. Aquí el orden público no sólo es de carácter político, sino que puede serlo, también, de carácter social o económico, como es bien sabido. Reducir el orden público a su estricta consideración político-institucional, ni es coherente con la bien conocida teoría jurídica del orden público ni se corresponde con la realidad. Una alteración gravísima del orden social y económico es, sin duda, una alteración del orden público, aunque no sea política su causa.
Además, aquella distinción, que he criticado, entre alarma y excepción dejaría al Estado: o bien inerme para reaccionar ante una crisis sanitaria (y, no se olvide, económica y social) de tan graves consecuencias como la pandemia del coronavirus, o bien a obligarle a actuar fuera del Derecho adoptando, en el estado de alarma, decisiones que sólo el estado de excepción permitiría. Dos soluciones absurdas y, además, sin cobijo constitucional alguno.
El camino no pasa, en consecuencia, por optar entre la solución de los lacedemonios o la de Octavio y Catón, sino por atenerse a lo que la Constitución prescribe. No hay que optar entre la aplicación del Derecho con quebranto de la necesidad, ni entre las exigencias de la necesidad con quebranto del Derecho. Simplemente, de lo que se trata es de interpretar la legalidad de manera constitucionalmente adecuada. Nuestro ordenamiento constitucional permite, perfectamente, que ante una necesidad tan grave que requiera la suspensión de derechos, pueda acudirse a la declaración del estado de excepción, en lugar de al de alarma, que sólo permite la limitación de los mismos.
Además, las garantías democráticas y jurídicas del estado de excepción son incluso superiores a las del estado de alarma, por lo que debe huirse de cualquier consideración anclada en el pasado de los estados de excepción franquista, que no tienen nada que ver con el Derecho de excepción de nuestro sistema constitucional.
Hace algo más de un año publiqué en este mismo periódico un artículo titulado Hay que tomarse la Constitución en serio, en el que sostenía que aquel estado de alarma había adoptado medidas de suspensión de derechos que sólo el estado de excepción permite. Sigo pensando igual. Como también pienso que el posterior estado de alarma, prorrogado por seis meses, incurrió (sobre todo por su delegación en las comunidades autónomas y por la extensión de su prórroga) en abierta inconstitucionalidad. El mismo juicio me merece la adopción, sin el estado de alarma, de medidas limitativas de derechos sin que existiera una adecuada cobertura legal. Pero de todo ello no voy a ocuparme en este momento.
Lo que sí me preocupa ahora es lo que el Tribunal Constitucional decida en la sentencia que está debatiendo. Pues, sea cualquiera la solución que adopte, sí quisiera que no se viese restringido, o confundido, por el falso problema al que me he venido refiriendo. Su función, la de aplicar la Constitución, no está sometida a una distinción entre alarma y excepción que no tiene, a mi juicio, ninguna base constitucional. De manera que lo único que de la Constitución se desprende es que, si la crisis es de tal gravedad que, para hacerle frente, han de suspenderse derechos, lo preceptivo es declarar el estado de excepción (que es algo que la interpretación constitucional de la Ley Orgánica no impide), y si la crisis no es tan grave, de modo que requiera, para hacerle frente, de una limitación, pero no de una suspensión de derechos, lo preceptivo entonces es declarar el estado de alarma. Eso es lo que, ahora, ante el recurso interpuesto frente a la declaración del estado de alarma de marzo de 2020, el Tribunal habrá de resolver, decidiendo, en consecuencia, la constitucionalidad o inconstitucionalidad de aquella declaración.
Manuel Aragón es catedrático emérito de Derecho Constitucional y magistrado emérito del Tribunal Constitucional.