PEDRO CHACÓN-EL CORREO

  • El nacionalismo, que prefiere la autonomía a la foralidad, es contraproducente para unos intereses ciudadanos que pueden ser perfectamente razonables

Que nacionalismo no es foralismo, como ya hemos sostenido en algún artículo anterior, tiene su más acabada demostración en lo que está sucediendo de un tiempo a esta parte en la provincia de Álava, considerada hoy como territorio histórico integrante de la comunidad autónoma vasca.

La autonomía vino a englobar la foralidad de lo que antes era el Señorío de Bizkaia y las provincias de Gipuzkoa y Araba/Álava, pero además de eso vino a desvirtuarla y a reducirla a su mínima expresión, hasta el punto de que sus respectivos diputados generales, bajo la férula del PNV, resultan meros alcaldes mayores, por así decir, sin potestad política alguna. Y junto a eso, la superioridad que la instancia autonómica demuestra sobre las tres entidades territoriales que la conforman las ha convertido en meras receptoras de las competencias autonómicas.

Siempre se ha dicho que la mayor beneficiada de la distribución institucional autonómica ha sido Araba/Álava y más concretamente su capital, Vitoria-Gasteiz, donde han venido a enclavarse tanto el poder ejecutivo autonómico como el poder legislativo; esto es, la Lehendakaritza y el Parlamento vasco. Pero esa aparente ventaja en cuanto a la ubicación de las principales instancias políticas de Euskadi supone al mismo tiempo un torpedo en toda la línea de flotación de la foralidad alavesa. Porque convirtiendo Vitoria-Gasteiz en capital política y administrativa de la comunidad autónoma vasca se ha conseguido transformar la foral Araba/Álava, tradicionalmente en manos conservadoras y españolistas, en solar donde ejercer a placer la influencia autonómica, más concretamente nacionalista, por la incontestable superioridad de esta ideología en Bizkaia y Gipuzkoa.

Y el resultado de esa operación autonomista-nacionalista a la vista está: el PP y en menor medida el PSE, tradicionalmente mayoritarios en las instituciones alavesas -aparte del periodo como alcalde de José Ángel Cuerda, que fue una especie de Azkuna alavés-, han perdido toda presencia decisiva no ya en la capital, sino en todas las cuadrillas de la provincia. Sin quitarles a PP y PSE su responsabilidad por su desidia y su madrileñismo.

Y sobre este escenario, que desmiente en la práctica política -además de en su argumentación ideológica, como ya lo habíamos denunciado- la propuesta de «nación foral» del actual lehendakari Urkullu, es sobre el que hay que contextualizar tanto la recurrente petición del condado de Treviño como la reciente del Rioja alavés. Sin entrar en el intríngulis de ambas reclamaciones, donde se entrecruzan instancias competentes a diversa escala con decisiones e intereses más o menos inconfesables, todo huele a operación de absorción o abducción nacionalista en toda regla y muy difícil de camuflar. Mientras que los principales afectados son los habitantes de Treviño y La Puebla de Arganzón por un lado -los dos municipios que integran el enclave- y los bodegueros alaveses por otro. Lo suyo sería que sus intereses materiales en juego estuvieran por encima de todo lo demás. Pero mucho nos tememos que la ideología ha entrado a saco en ese terreno y ya es muy difícil de discernir lo que es petición razonable y lo que es pura y simple ideología.

En el caso de los escasos habitantes del condado, lo cierto es que ya llevan reclamando la anexión a Álava desde el régimen franquista por lo menos, donde un informe histórico certificó su vinculación a Castilla. Pero unos hechos tan lejanos merecerían al menos una revisión, a la vista de las necesidades cotidianas de los actuales vecinos. En el tema del vino de Rioja, lo mismo si resulta que es verdad lo que dicen los bodegueros alaveses de que así su producción mejoraría. Pero cuando ambos intereses coinciden de un modo tan evidente con los designios ideológicos de un partido, los interesados no podían haber elegido peor compañero de viaje en esta ocasión.

Si Álava fuera foral y solo foral, esos dos problemas o no lo serían o se resolverían de un modo mucho más favorable para los implicados porque nadie vería ningún interés ideológico por detrás, sino que el puro interés práctico en cada caso aparecería limpio y despejado, como principal motivo de reclamación. Estamos ante dos ejemplos de libro en los que el nacionalismo resulta contraproducente para unos intereses ciudadanos que pueden ser perfectamente razonables, pero que, al verse mediados por esa ideología, se convierten de modo automático en un engorroso asunto de Estado.

La foralidad solo pondría como horizonte el interés de Álava y de los alaveses, sin interferencias ideológicas superiores en forma de autonomía vasca. Y así se ve por qué el nacionalismo prefiere con mucho la plataforma autonómica a la foral, porque solo desde la autonomía puede soñar con llevar a cabo su proyecto secesionista.