LIBERTAD DIGITAL 12/04/17
JOSÉ MARÍA ALBERT DE PACO
· Cada vez se me hacía más insoportable la idea de compartir la barra de un bar con alguno de esos miles. Y acabar disuelto, también yo, en el pueblo.
ETA emergió del pueblo y se diluye en el pueblo, carne de su carne. Tal es la parábola semibíblica que el común de los batasunos pretende incrustar en la Historia, con un doble objetivo: legitimar seis décadas de crímenes y propiciar que el acrónimo ingrese en el reino de lo imperecedero. Así, si ETA es una excrecencia popular, una ‘expresión’ de violencia que germina entre las gentes del País Vasco, sus orígenes son casi geológicos. Y si rinde las pistolas para emulsionarse con el magma verificador, su aliento será perpetuo. El Gran Gudari te vigila. Una potencialidad. Tras la polimili y la militar, la ETA retráctil.
En la entrevista con Carlin, Otegui lo plantea en estos términos: «Yo diría que esta tesis de que ETA es una organización que nace de este pueblo y al final entrega las armas a este pueblo, bueno, forma parte de ese relato, y es un relato de una parte, como lo son todos los relatos. Pero es un relato que se hace en términos constructivos, no se hace en contra de nadie. Es un relato que permite planear una dinámica que no pretende ofender o humillar a nadie, sino que busca cerrar un capítulo de la forma más digna posible».
Entre los conceptos que cimentan la tesis, destaca el de ‘sociedad civil’. Sociedad civil designa, en lenguaje recto, un ente de ciudadanos de ideología diversa que, desde los aledaños del poder, suscita debates en torno a lo público. Si en el País Vasco hubiera habido algo parecido a una sociedad civil, es probable que ETA no hubiera pasado de banda residual; unos grapo con ínfulas, a lo sumo. Obviamente, la ausencia de sociedad civil tiene su corolario en el hecho de que ETA se arrogue el copyright para dignificar a un hatajo de mamporreros. Entregar las armas a este pueblo.
Por el contrario, el País Vasco tiene trazas de sociedad incivil. Y acaso la mayor ostentación de incivilidad corresponda a San Sebastián, donde el pastel de cabracho fue perfectamente compatible con el tiro en la nuca, souvenir. De ello saben bien los miles de catalanes que en verano ‘subían al Vasco’ a jugar a la revolución.
Hace casi veinte años que no voy por allí. No, no se trata de ningún boicot. Sencillamente, cada vez se me hacía más insoportable la idea de compartir la barra de un bar con alguno de esos miles. Y acabar disuelto, también yo, en el pueblo.