Miquel Escudero-El Correo

El 4 de enero hizo 64 años que Albert Camus falleció en un accidente de tráfico. Tenía 46 años de edad y hacía poco que había recibido el premio Nobel de Literatura. En su breve discurso de agradecimiento por tal distinción, dijo en Estocolmo cosas sabias y hermosas. Así, que no podía vivir sin el arte de escribir, el cual le permitía saberse semejante de los demás seres humanos y significaba «un medio para emocionar al mayor número posible de hombres, brindándoles una imagen privilegiada de los sufrimientos y las alegrías comunes». Habló de la nobleza de ese oficio y de dos imperativos no fáciles de mantener: «la negativa a mentir respecto de lo que se sabe y la resistencia ante la opresión»; esto es, integridad y valor.

Tenía 21 años de edad cuando se afilió al Partido Comunista de Argelia. Dos años después lo abandonó y veinte años más tarde condenó la invasión soviética de Hungría, afirmando sin bizquear: «Lo que define la sociedad totalitaria, de derechas o de izquierdas, es, ante todo, el partido único». Proclamaba que la libertad no es nada sin la autoridad, pero que la autoridad sin libertad no es más que un «sueño de tirano». Asimismo, la justicia es como la democracia: «o es total o no es», y «con la prevaricación no se pacta. Se rechaza, se lucha contra ella».

Camus hablaba claro y con sentido de su deber cívico personal. Encarnaba la voluntad de conectar la cultura con la vida. Y rechazaba la patria como una abstracción que empuja a los hombres a matarse entre sí. La interpretaba, en cambio, como «cierto gusto por la vida» común a hombres de distintos orígenes. Su mensaje despide hoy una poderosa potencia de luz.