Por Iñaki Ezkerra, EL CORREO 12/01/13
· ‘Victus’ es una documentada novela sobre la caída de Barcelona en 1714 y hace justicia al general Villarroel en detrimento del ‘conseller en cap’.
Si la política y sus intereses tergiversan de manera sistemática la Historia, las novelas, que además poseen la coartada del derecho a la ficción, no suelen quedarse cortas. Ya sólo por esa razón, es de agradecer un reto como el que ha afrontado el escritor barcelonés Albert Sánchez Piñol en ‘ Victus’, novela escrita sobre la falsilla de una documentación extraordinaria y rigurosa así como sobre unos hechos que despiertan insólitas pasiones todavía y después de que han transcurrido trescientos años desde que sucedieron.
Lo que Sánchez Piñol aborda en ‘Victus’ es la Guerra de Sucesión española a la que dio lugar la muerte sin descendencia de Carlos II el Hechizado, que implicó a todas las potencias europeas y que derivó en una guerra civil hasta la capitulación de Barcelona en 1714 y de Mallorca al año siguiente. En lo que se centra el relato es en los acontecimientos que desembocaron en la derrota barcelonesa a manos de las tropas de Felipe V, nieto de Luis XIV de Francía e introductor de la dinastía borbónica en España.
Otro singular acierto de la novela, que hay que sumar al de su documentación, es la construcción de todo un personaje literario sobre la base de uno real, Martí Zuviría, anciano de 98 años que va a contar cómo vivió aquellos hechos en unas memorias que dicta a una especie de secretaria-criada austriaca llamada Waltraud a la que trata sin ninguna consideración.
Zuviría fue el ayudante del general Villarroel, al que se nos presenta como el verdadero héroe de aquella contienda. Zuviría es un cínico sincero que resulta fiable como narrador por la mala opinión que tiene de sí mismo. A su brillante faceta de ingeniero militar se suma la
VICTUS de traductor y hombre de confianza a quien Villarroel encomendaba delicadas misiones en el interior y exterior de la ciudad.
Se trata, en fin, de un cascarrabias deslenguado que se presenta como un cobarde y un traidor irredento capaz de aconsejar con ironía al lector que, para sobrevivir a una batalla campal y llegar a la edad que él ha llegado lo que debe hacer es «separarse de su formación de combate», tumbarse «boca abajo simulando estar muerto, con la cabeza tras el pedrusco más grande que encuentre» y no moverse «hasta que sus orejas le digan que el tiroteo ha acabado». Sin embargo, este personaje, que brinda páginas de un humor impagable y que tiene algo del dostoyevskiano confidente de las ‘Memorias del subsuelo’ no es el único que sale mal parado por su comportamiento en la epopeya.
Con él va a competir el propio Rafael de Casanova, que desempeñaba el puesto de ‘conseller en cap’ y a quien hoy se rinde homenaje oficial en Cataluña todos los 11 de septiembre. Sánchez Piñol desbarata, así, con honestidad y valentía (éste es otro acierto del libro) un sagrado mito del catalanismo que llegó a fijar la muerte de ese prócer en esa fecha de septiembre, a la cual sobrevivió tres décadas en la realidad emulando la longevidad del propio Zuviría. Y, mientras Casanova es desmitificado, se le hace justicia a Villarroel, que es el verdadero héroe pese a ser castellano y no resultar, por lo tanto, útil para apuntalar el tópico de la fobia española a Cataluña sino más bien para desmentirlo.
A todos estos aciertos, es justo sumar el del dominio de un lenguaje directo, ágil, urbano, que recuerda al mejor Mendoza aunque ésta es la primera obra que el autor no escribe en catalán. Pero los logros contrastan con la identificación subyaciente en el libro de la abolición de la foralidad, o sea de lo que fue un vestigio del Antiguo Régimen y sus privilegios, con la decapitación de un supuesto régimen de libertades similar e incluso superior al democrático que hoy conocemos. Es cierto que los intereses ideológicos de su autor son menos obvios que los del actual debate político pero no por ello inexistentes.
Es verdad que esta novela no es un panfleto y que Sánchez Piñol no llega a plantear la Guerra de Sucesión como guerra de secesión, pero hay demasiada épica popular y demasiada lírica social para un asunto fríamente dinástico. En realidad en ‘Victus’ hay dos novelas antitéticas. La que sabotea con un humor disolvente las supersticiones identitarias y la que falsea no los datos pero sí cierta interpretación de éstos e incurre en esa clásica tentación de releer el pasado con la lente del presente, por la cual se puede homologar la democracia griega con la nuestra o mirar la Guerra de las Galias a la luz de la Carta Universal de los Derechos Humanos de 1948.