JOSÉ MARÍA CARRASCAL, ABC – 25/08/14
· Si los demás no aceptan la oferta de negociar para pulir la fórmula, tendrán que contentarse con dar lecciones de ética. ¡Ellos!.
Los españoles estamos de nuevo envueltos en una de esas controversias político-escolásticas que tanto nos encantan y tan poco nos resuelven: ¿quién debe ser alcalde, el candidato del partido más votado o el que reúna más votos del resto? Un cínico diría que tanto da, pues cualquiera que sea tirará para casa, suya o de los que le eligieron. Pero como no se trata de teoría sino de práctica y además llega cuando parecemos dispuestos a regenerar nuestra escena política, conviene que meditemos sobre el caso para encontrarle la solución más justa, o la menos injusta, pues la democracia, como saben, es la menos mala etc., etc.
Y, a poco que nos ponemos a reflexionar sobre el asunto, nos damos cuenta de que la pregunta está mal planteada, lo que nos conduce a un callejón sin salida: democráticamente, tan legítimo es designar alcalde al candidato más votado como al que presente más votos, aunque no sean de su partido. Del mismo modo, tan ilegítimo es dar la alcaldía a los perdedores de las elecciones como negársela al que ha logrado más votos que cualquiera de sus rivales. Un auténtico rompecabezas, señal de que el planteamiento, por lo primitivo, no sirve, obligándonos a usar otro más sofisticado que nos acerque a la solución menos mala y, por tanto, más democrática.
Y, en efecto, si miramos alrededor, comprobamos que países con mucha más experiencia democrática que el nuestro han elegido indistintamente una u otra de esas formas de elegir alcalde, pero con condicionamientos que las perfeccionan, para hacerlas más equitativas y ajustadas a la realidad.
Partiendo del principio de que la mayoría de los votos deben decidir la elección de alcalde, pero sin haberse concretado qué mayoría es esa, la obtenida por un candidato o por el resto de ellos coaligados, lo lógico es cuantificar esa mayoría. Pues no es lo mismo ganar por el 49 por ciento de los votos emitidos, mientras ninguno de los demás pasa del 20, que ganar por el 30 por ciento, mientras el resto se les acercan peligrosamente. Y digo peligrosamente no solo por razón equidad, sino también por simple sentido práctico: un alcalde con menos de un tercio de los votos tendría muchas dificultades en llevar adelante su consistorio.
Una forma satisfactoria tanto para la operabilidad como para la legitimidad es establecer un listón, el 40 por ciento por ejemplo, a partir del cual, el candidato que lo sobrepasase sería nombrado alcalde. Otra, ir a una segunda vuelta entre los dos candidatos que han obtenido más votos, para que el vecindario decidiera entre ellos. En Francia, Italia y Reino Unido se usan ambos procedimientos, que pueden ser refinados adicionalmente, obligando a los partidos a declarar durante la campaña con quién formarían coalición y con quién no, para que el electorado no se encontrase luego con que había dado su voto a un partido que rechaza, lo que constituiría un fraude electoral.
De todo ello tendrían que negociar nuestros partidos políticos –especialmente PP y PSOE– y digo «tendrían» porque todos, en especial los socialistas, niegan la mayor y rechazan negociar. Alegan que cambiar las normas electorales a pocos meses de votarse es inmoral y que el PP solo busca retener unas alcaldías –Madrid, Valencia– que de otra forma perdería. Como si ellos no hubieran hecho lo mismo cuando tenían la sartén por el mango y soñasen en coaliciones como las que han formado con los nacionalistas y extremistas, sin mucho provecho para ellos y para la nación.
Puede discutirse el momento en que el PP plantea la reforma, pero no su derecho a hacerla, incluso solo. Si los demás no aceptan la oferta de negociar para pulir la fórmula, tendrán que contentarse con dar lecciones de ética. ¡Ellos!
JOSÉ MARÍA CARRASCAL, ABC – 25/08/14