Gaizka Fernández Soldevilla-El Correo

La Guardia Civil está vinculada a Euskadi desde su fundación hace 175 años, aunque el nacionalismo radical la presente como una fuerza de ocupación extranjera

El 7 de junio se cumplió el 51º aniversario del asesinato de José Antonio Pardines, la primera víctima mortal de ETA. El año pasado, con motivo de la presentación del libro ‘Pardines. Cuando ETA empezó a matar’ en Malpica de Bergantiños, su localidad natal, tuvimos la ocasión de conocer a su hermano Manuel. Evocó tanto el medio siglo que José Antonio había pasado prácticamente olvidado como el hecho de que a unos cientos de kilómetros de allí se hubiera organizado un acto en honor del etarra que lo mató. Lamentablemente, este año se le ha vuelto a glorificar en Tolosa y Derio.

En el imaginario abertzale Txabi Echebarrieta se ha convertido en un mártir. En cambio, Pardines no existe o, a lo sumo, aparece como un agresor que provocó su propia muerte. Se trataba, además, de un ‘txakurra’: un agente de la Guardia Civil, cuerpo que para el nacionalismo radical representa una fuerza de ocupación extranjera y, por tanto, ajena al País Vasco.

Nada más lejos de la realidad. La Benemérita lleva vinculada a Euskadi desde su fundación, hace 175 años. Fue un donostiarra, Pedro Agustín Girón, el que en 1820 presentó el primer proyecto de Salvaguardias Nacionales ante las Cortes, que sería rechazado. Lo retomó el también ministro de la Guerra Manuel de Mazarredo, bilbaíno, que creó la Guardia Civil en marzo de 1844. Su primer director fue un pamplonés, Francisco Javier Girón y Ezpeleta.

Ese mismo año se constituyó el XII Tercio, con cabecera en Vitoria. Se publicó un anuncio en los boletines oficiales de los tres territorios vascos solicitando hombres para la Guardia Civil. Entre otras cosas, el aspirante debía ser «natural de estas provincias conociendo su idioma». El requisito se repitió en sucesivas convocatorias. Por cierto, en 1861 se añadió Navarra, transformándose en el XIII Tercio. ‘Laurac-bat’.

La Guerra Civil dividió en dos a la Benemérita. Un sector se adhirió a los sublevados, pero más de la mitad de la plantilla fue leal al Gobierno republicano. Lo mismo sucedió en el País Vasco. El instituto armado apoyó el «alzamiento» en Álava, pero no así en Gipuzkoa y Bizkaia. De hecho, algunos de sus mandos tuvieron un papel destacado en la defensa de la Euskadi republicana: el primer responsable de la Ertzaña, el teniente coronel Saturnino Bengoa y Muruzábal, donostiarra, procedía de la Guardia Civil, al igual que el teniente coronel Juan Ibarrola Orueta, natural de Llodio, jefe de una de las cinco divisiones del Ejército vasco y de un Cuerpo de Ejército de la República. El bando vencedor les reservó el mismo destino que al resto de los derrotados.

Tras la contienda, Franco se planteó la liquidación de los Carabineros y de la Guardia Civil. Finalmente solo disolvió a los primeros, pero depuró la Benemérita convirtiéndola en un instrumento represivo más de la dictadura, que se demostró brutalmente efectivo en la lucha contra el maquis. No obstante, la auténtica Policía política era la Brigada de Investigación Social, no la Guardia Civil, que en su mayor parte se dedicaba a combatir la delincuencia común y mantener el orden público. Por ejemplo, José Antonio Pardines, destinado a Tráfico, se encargaba de la seguridad vial.

Para bien y para mal, la situación de este Cuerpo en el País Vasco era similar a la del resto de España. Como refleja la Memoria del Gobierno Civil de Gipuzkoa de 1960, sus principales problemas eran «el alojamiento» y «la carestía de vida, el alto nivel de existencia en esta provincia». Aunque ya no se les exigía el dominio del euskera, siguió habiendo agentes vascos o que, provenientes de otras regiones, se integraban aquí, casándose con mujeres autóctonas.

La muerte de Pardines supuso un punto de inflexión. Comenzó una carnicería que no se detuvo en la Transición. Valga como muestra el asesinato en enero de 1979 del agente Antonio Ramírez Gallardo y su novia Hortensia González Ruiz, dos veinteañeros de Cádiz, sobre el que se acaba de estrenar el cortometraje 27 minutos. A tales «enemigos del pueblo vasco», rezaba el comunicado etarra, había que marginarles y aislarles hasta que «se decidan a abandonar el territorio vasco». Tampoco se libraron los conocidos de guardias civiles o policías, no pocos de los cuales fueron acusados de «txibatos» y sufrieron atentados. La consecuencia fue el ostracismo social de los funcionarios y sus familias.

La Benemérita del tardofranquismo llevó a cabo detenciones masivas y torturas. En ciertos ámbitos esta inercia continuó hasta los años ochenta, como evidencian algunas sentencias de malos tratos y de pertenencia a los GAL. No hay que ocultar tales hechos, pero tampoco obviar que fueron obra de determinados mandos y agentes en un periodo concreto, no de todo el colectivo.

Un balance de la actuación de la Guardia Civil durante la etapa democrática arroja un saldo positivo. Baste mencionar su labor durante las inundaciones de 1983 en Euskadi. Sin embargo, resulta indudable que su éxito más sobresaliente, compartido con la Policía Nacional y el CNI, es el fin de ETA. Si hoy podemos vivir en libertad es gracias a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Pagaron un alto precio: ETA asesinó a 215 guardias civiles, 151 policías nacionales, 97 militares, 25 policías locales, 14 policías autonómicos, seis jueces, cinco funcionarios de prisiones y un policía francés. No hay que olvidarlos. Se lo debemos.