SANTOS JULÍA – EL PAIS – 07/12/14
· Hace falta una mirada crítica, pero no derogatoria, sobre un texto que es el resultado de un entendimiento histórico entre ciudadanos de un Estado en construcción. Y que nos devolvió la convivencia en libertad.
No goza de buena fama la Constitución de 1978: en el mejor de los casos, se dice de ella que fue resultado de un compromiso apócrifo, por haber aplazado a un incierto futuro la resolución de los conflictos que dividían a las fuerzas políticas en torno a las candentes cuestiones de distribución territorial del poder; en el peor, se achaca la generalización de las autonomías y la negativa a acometer la construcción de un Estado federal al miedo a las guerras del pasado y a los sables del presente, a la obsesiva exterminación de la memoria, a la renuncia o traición a los principios, a la persistencia o resabios del franquismo y otras lindezas por el estilo. El veredicto: una Constitución culpable de los males que aquejan hoy al Estado.
Para empezar por el principio, no estaría mal recordarnos tal como éramos entonces. Por edad unos, y por experiencias políticas acumuladas otros, la mayoría de quienes participaron en el debate constituyente de 1978 se sentían, y estaban, más preocupados por edificar Estado que por construir nación. En verdad, a muchos de quienes nacimos poco antes o poco después de la Guerra Civil, la nación, por decirlo malamente y pronto, nos importaba una higa. Ahítos de la única, católica, verdadera nación española, vagamos durante años con hambre de Estado democrático. Estado y valores correspondientes a la ciudadanía política: libertad, democracia, garantía de derechos, justicia, nos importaban infinitamente más que los valores atribuidos a la identidad nacional, cuando nacional calificaba a movimiento, no todavía a Assemblea de Catalunya.
Fue por eso, y por las solidaridades y amistades derivadas de los encuentros entre disidentes del régimen y militantes de la oposición a partir de 1956 y, con más frecuencia e intensidad, desde 1962, por lo que tras conocerse el resultado de las primeras elecciones generales, diputados que venían de la derecha, la izquierda y el centro, se encontraron ante una oportunidad inédita en nuestra historia constitucional, la de entenderse como ciudadanos de un Estado en construcción más que como miembros de una nación construida. De ahí que los términos nacionalidad y autonomía no crearan ningún problema a la gran mayoría de miembros de la ponencia ni de la comisión constitucional y que las presiones que llegaron de fuera del Parlamento, ni pocas ni livianas, no alcanzaran el grado de calor suficiente como para fundir un vocablo —autonomía— directamente traído de la Constitución de la República, y otro —nacionalidad— incorporado por vez primera a una Constitución española.
Ciertamente, y en lo que a la construcción de Estado se refiere, los constituyentes sólo acordaron los procedimientos que habrían de seguirse para dotar de instituciones a las provincias de similares características históricas, culturales y económicas que decidieran formar una comunidad autónoma. Pero esta recuperación del principio dispositivo republicano no tuvo nada que ver con el miedo o la desmemoria, sino con una antigua reivindicación del derecho de las regiones y nacionalidades a la autonomía, de la que la oposición a la dictadura hizo su bandera. No era el Estado el que establecía y llenaba de contenido la autonomía de nacionalidades y regiones, sino estas las que veían reconocido por el Estado una especie de derecho ancestral. Y porque tenían que responder a una diferente demanda de autonomía, los constituyentes no se plantearon siquiera proceder a una distribución homogénea del poder al modo de los Estados federales, sino al modo que en España ya lo había intentado la República con el llamado Estado integral.
Vivimos ya en un Estado federal, perfectible, con deficiencias de origen que es necesario arreglar.
En la República no hubo tiempo, pero sí en la nueva democracia, de recorrer todo el camino y desarrollar todas las potencialidades del principio dispositivo. Tiempo y proyecto político: desde la aprobación de sus estatutos, las élites políticas y los gestores de la cultura dispusieron de un libre y continuado poder de Estado que ejercieron, con mayor o menor intensidad, al servicio de la construcción de identidades diferenciadas. Y ha sido esa política, no la Constitución ni el sistema autonómico finalmente alumbrado, la que nos ha traído al punto en que estamos y que, a la vista de los nuevos estatutos de autonomía promulgados en la primera década del siglo, podría definirse como inversión radical de las preocupaciones que dieron origen a la Constitución: ahora, lo que nada importa es el Estado, aplicados como están todos los poderes regionales a la construcción de naciones.
El desarrollo federativo del Estado autonómico y esta inversión en la jerarquía de las demandas políticas reclama hace al menos una década una reforma de la Constitución, que no ha sido posible porque cada uno de los dos grandes partidos de ámbito estatal se empantanó en la política suicida de dañar la legitimidad de su adversario, comprometiendo de esta manera la suya propia. Ante la crecida de la política de crispación, el PSOE optó por abandonar el proyecto reformista anunciado en la primera investidura del presidente Zapatero para lanzar de manera irresponsable una carrera de reformas de los Estatutos con el no disimulado propósito de modificar la Constitución por la puerta de atrás: si la Constitución se ha quedado estrecha, cambiemos los estatutos. En esa operación, el principio dispositivo que había actuado en la puesta en marcha y consolidación del sistema de las autonomías quemó sus últimas reservas energéticas hasta quedar no ya agotado, sino tirado al cubo de la basura.
Pero si del compulsivo ordeño del principio dispositivo no se puede extraer ni una gota más de leche, si la construcción del Estado de las autonomías ha concluido y, a pesar de eso, la distribución territorial del poder aparece hoy más conflictiva que nunca, entonces es que hay que reformar el Estado. ¿Convirtiendo el Estado autonómico en un Estado federal? Vivimos ya en un Estado federal, perfectible, sin duda; con deficiencias de origen que es necesario arreglar, nadie lo discute; de un tipo especial, todos estamos de acuerdo; pero federal. No es en la ausencia de federalismo donde radica la cruz del problema, sino en el hecho de que en el Estado español conviven hoy malamente varias naciones, varias culturas y varias lenguas, una realidad nueva, resultado, no de la Constitución sino de las políticas nacionalizadoras seguidas desde su promulgación.
Encerrarse en la negación absoluta de todo tipo de cambio es el mejor camino hacia el desastre.
¿Es posible un Estado que reconozca constitucionalmente este hecho nuevo? Un hombre sabio y, además, bueno, como lo era Juan J. Linz, respondió hace años que sí, que “un Estado democrático, multinacional, multicultural y multilingüe es posible”. A condición, añadía, de que abandonemos las dos ideas dominantes en los procesos de construcción del Estado y de la nación: “Que todo Estado debe esforzarse por convertirse en un Estado nacional y que toda nación debe aspirar a convertirse en un Estado”. Que abandonemos: se trata, pues, de un abandono más que de una nueva conquista. Un doble abandono, en realidad, pues se refiere al Estado de todos y a la nación de cada cual y a los poderes ejercidos por partidos políticos como titulares del poder del Estado y como gestores de identidades nacionales: una distribución de poder al que se desnudaría de simbólicas legitimaciones nacionales, siempre excluyentes, nunca inclusivas; y una reorganización del Estado, concluía Linz, que no puede responder a criterios homogéneos ya que intenta dar respuesta a demandas distintas.
De acuerdo, es más fácil decirlo que hacerlo, porque la tarea que tenemos por delante consiste en una nueva redistribución de un poder asentado en bases institucionales consolidadas, las desarrolladas a partir de la ahora denostada Constitución de 1978. Pero aunque sea cierto que piedra tirada no vuelve al puño, y muchas piedras nos hemos arrojado a la cabeza en los últimos años, merece la pena intentarlo, porque solo una cosa es cierta: encerrarse en la negación absoluta a toda clase de reformas en el orden constitutivo —como Juan Valera criticaba de Cea Bermúdez— es el mejor camino hacia el desastre.
Habrá que intentarlo, pues, y para ello tendríamos que aprender a entendernos y sentirnos no tanto como miembros de tal o cual nación sino como ciudadanos de un Estado democrático y multinacional que no conoce fronteras interiores marcadas por identidades homogéneas, divididas y excluyentes. Nadie dice que sea fácil, pero quizá, para iniciar el aprendizaje, no resulte superfluo echar una mirada atrás, crítica, pero no por eso derogatoria, a la Constitución que nos devolvió la convivencia en libertad y nos inició en el camino de la autonomía como ciudadanos de un mismo Estado democrático.
Santos Juliá es historiador.
SANTOS JULÍA – EL PAIS – 07/12/14