Manuel Montero-El Correo
- La lucha entre bandos por imponer su relato deriva en retórica huera, basta con que alguien se trague una milonga
Todo se ha llenado de símbolos. Nos rodean. Ese universo alegórico hace las veces de realidad y guía nuestras decisiones, que se juzgarán no por sus efectos sino por su significado en el mundo alegórico del que nos hemos dotado. Estás en el País Vasco, ves que España gana un partido de fútbol y muestras entusiasmo en el bar. Nadie dudará de que te falta un tornillo, estás mal informado o das en facha. En la intimidad es otra cosa, pero no saques bandera. Si das la nota en el mundo alegórico que es hegemónico, atente a las consecuencias.
Los símbolos nos rodean y están dentro. Nos posicionamos por alegorías, no sea que piensen que soy franquista si no muestro solidaridad palestina e inquina norteamericana. Dirán que qué tendrá que ver, pero no tendrán razón. Nuestros símbolos, omnipresentes, sustituyen a la realidad y forman universos alegóricos cerrados, completos en sí mismos e incompatibles con los demás. En nuestros códigos todo tiene que encajar, las expresiones feministas (todas y todos), el repudio a los toros, el rehuir la palabra España (a nivel estatal), la renuncia a la comida basura, decir agur para demostrarse vasco o en vías de integración. Es un todo compacto: si dices un buen «kaixo, lagun», sabemos que no te gustan las centrales nucleares, que te repele el Real Madrid, que eres prosaharahui y que te gustaría hacer todos los esfuerzos por hablar euskera (en esto lo importante es el querer, no el hacer).
Nuestro paisaje vital es alegórico y está gestado por el procedimiento de crear estereotipos, estigmatizar, inventar dogmas y atribuir significados oprobiosos a expresiones, personas e imágenes. ¡Más Madrid llevó al Parlamento autonómico a un ‘experto’ para asegurar que Velázquez era «esclavista» y que el arte español es «racista»! La literatura se juzga según el sexo del autor/a, y te interpretan según la tendencia sexual que muestres. Una actuación cinematográfica pasa de ser ensalzada a denigrada, si se descubre que la ideología del intérprete no es progre.
Ahora la imagen precede a la realidad, no es su reflejo, sino que la diseña.
Hay simbologías incongruentes. Para un sector de la población si defiendes las vacunas eres un pringado, vendido al capital, no digamos si crees que los americanos llegaron a la Luna o que no fueron los extraterrestres quienes construyeron las pirámides. En materia de símbolos hay que estar siempre ojo avizor. Además, los universos simbólicos son compactos, escurridizos y luchan entre sí. Quieren convertirse en verdades absolutas.
En realidades.
Lo peor no es que discrepemos de las salidas a nuestros problemas -entra dentro de la lógica democrática- sino que no estemos de acuerdo sobre cuáles son los problemas a solucionar. Ni siquiera hay consenso sobre la realidad, que cada cual la ve según el cristal con que la mira y la simbología que prefiera. ¿Habrá que negociar no sobre propuestas sino acerca de qué es la sociedad?
Lo explicó Felipe González: «En democracia, la verdad es lo que la gente cree que es verdad». Ese relativismo posmoderno viene a justificar nuestra costumbre de vivir en el relato, la alegoría por encima de todo. La verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero, rezaba el aforismo clásico. Ahora es versátil y acomodaticia. ¿La verdad es lo que dice el CIS, lo que recetan las encuestas? Es lo que desarrollan los símbolos.
¿Y si el poder nos convence de que una mentira es la verdad?
No solo el poder, también los contrapoderes o los desalmados… La vida pública se convierte en una lucha entre múltiples bandos por imponer su cantinela. La acción política deriva en retórica huera que no necesita asideros sólidos para imponer certezas. Basta que la gente se trague una milonga.
Es un problema grave. Hannah Arendt aseguraba que la política minusvalora la verdad por la necesidad de tomar decisiones, pero que resulta imprescindible que la opinión y los medios de comunicación se aferren a la verdad. Si desaparecen las distinciones entre lo verdadero y lo falso resulta factible cualquier deriva populista o peor.
Si la verdad es estadística y proyección de la propaganda o un subproducto de la ideología, la vida pública pierde consistencia.
La apariencia de verdad pasa a ser más importante que la verdad: es el principio de la posverdad, esta época en la que los bulos campan a sus anchas.
Es un mundo peligroso: resulta mucho más fácil defenderse de una verdad que de una mentira. La primera quizás te perjudique, pero puedes explicarla y justificarla -o, si resulta dañina, puedes consolarte pensado que cada palo ha de aguantar su vela-. Los bulos se inventan cubriendo todas las tangentes, saltan donde menos te lo esperas, no les puedes hacer frente porque se escurren y lo que digas en tu defensa será estéril, prueba de culpabilidad.