Existe en el entorno de los presos de ETA un ambiente social que, lejos de facilitar su resocialización, se mantiene al margen de los valores democráticos: una esfera impermeable de aislamiento axiológico para el preso. Alejarlos de tal ambiente se convierte en una obligación de la Administración.
Uno de los argumentos más utilizados por quienes de buena fe critican la política de dispersión de presos terroristas es el que parece derivarse de la aplicación del art. 25-2º de la Constitución al caso. En efecto, puesto que este precepto establece que las penas privativas de libertad «estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social», se arguye que alejar a los presos de su ambiente social y familiar no hace sino dificultar o imposibilitar su reinserción.
A mi modo de ver, quienes así argumentan y opinan, que son muchos, no acaban de derivar todas sus consecuencias del precepto constitucional, ni comprenden adecuadamente y en su sentido finalista lo que implica el principio de reinserción. Interpretan el precepto de una manera literal y simplista: si el preso debe ser retornado a su ambiente social de origen, lo mejor es que esté cerca de ese ambiente, dicen. Alejarlo de ese ambiente y de su propia familia es justo lo contrario de lo que desea la Constitución y por ello sería algo ilegítimo desde su escala de valores.
Sin embargo, el precepto constitucional requiere una exégesis más cuidadosa o ponderada. Cuando pone como meta de la prisión la reeducación y la reinserción social no puede entenderse que tal meta consiste simplemente en reintroducir al penado en su propio ambiente social, el que le rodeaba antes del crimen. Sobre todo, cuando ese ambiente era acusadamente patológico y criminógeno por ser democráticamente anormal. La norma constitucional está pensando, muy por el contrario, en reintroducir al penado en un modelo de sociedad determinado, el modelo constitucional: el que se caracteriza por su respeto a la pluralidad, la tolerancia y los derechos de todos. Es esa sociedad la que el preso debe asumir como ‘normal’ y deseable para su vida y no la realmente existente en un lugar o ambiente concreto.
Pues bien, para que el preso pueda llegar a asumirla a través del cumplimiento de la condena es probablemente necesario (por lamentable que resulte en el plano humano) aislarlo lo más posible de la sociedad real en que se gestó su identidad criminal si es que en ésta perduran todavía los factores que colaboraron a ello. Si el preso se mantiene bajo el influjo de un ambiente social y familiar que comprende, justifica e incluso alaba como digna o heroica su anterior conducta criminal difícilmente podrá reinsertarse en la otra sociedad, la constitucionalmente querida. La sociedad real (y, por qué no decirlo, la familia real) puede convertirse así en un obstáculo para conseguir que el preso introyecte el valor de la sociedad democrática y se reconstruya como ciudadano.
El alejamiento no puede verse en estos casos, que me temo que son mayoritarios en nuestra sociedad vasca real, como un castigo añadido a la prisión, sino precisamente como una medida que busca poder cumplir con el fin constitucionalmente señalado al castigo: cambiar al delincuente en su actitud ante la sociedad.
Y no cabe mejor demostración de lo anterior que el hecho, todavía frecuente, de que los presos de ETA que terminan su condena sean recibidos pública y familiarmente como héroes o dignos luchadores por la patria. Puesto que ello mismo demuestra que existe en el entorno de tales presos un ambiente social que lejos de facilitar su resocialización adecuada, se mantiene al margen de los valores de una sociedad democrática y funciona como una esfera impermeable de aislamiento axiológico para el preso. Con lo que alejarlos de tal ambiente se convierte no ya en una opción, sino en una obligación de la Administración si quiere dar cumplimiento al precepto constitucional.
Quizás me equivoco, pero así me lo parece.
José María Ruiz Soroa, EL CORREO, 30/1/2011