ABC-LUIS VENTOSO
¿Qué lleva a la madrileña Irene Montero a hacerles el caldo gordo a los separatistas?
LA madrileña Irene Montero, de 31 años, es la mujer de Iglesias y su número dos por encumbramiento digital súbito del líder. A Irene le ha sonreído la vida en esta España que a diario desprecia, y a sus padres también. Nació en 1988, con la democracia ya consolidada y con Felipe González pernoctando en La Moncloa. Pudo estudiar una carrera, Psicología; y sin haber pegado chapa fuera de la política hoy es dueña de dos inmuebles –uno de ellos el afamado chaletazo de Galapagar de 660.000 euros– y guarda 380.000 euros en el banco. Su padre salió de un pequeño pueblo de Ávila y arrancó como mozo de cuerda. Pero en la supuesta España de la horrible desigualdad y la falta de esperanza que tanto agobia a su hija, aquel hombre laborioso logró convertirse por puro mérito personal en empresario de mudanzas y a su muerte le legó una jugosa herencia. Irene, miope ante el éxito de su padre en el pérfido capitalismo, se afilió con 15 años a las Juventudes Comunistas. Pero lo cierto es que a ella tampoco le ha ido nada mal en la España constitucional que armaron el Rey Juan Carlos y Adolfo Suárez y que aspira a desmontar. A los 25 años todavía estaba acabando un máster en Psicología. Pero dos años después ya era diputada, previo paso como jefa de gabinete de Iglesias, relación profesional en la que floreció el amor con su superior (lo cual, por cierto, muy feminista tampoco parece…). Irene es hoy una próspera señora burguesa, madre de tres hijos, que vive muy por encima de la media de los españoles y dispone incluso de una garita de guardias civiles protegiendo su mansión.
Pero al igual que le sucede a su pareja, en la psique política de la dirigente populista se enquista una anomalía. Ante el desafío separatista adoptan por sistema posturas mucho más favorables a los enemigos de España que a la defensa de su unidad (y a Errejón le sucede lo mismo). Constituyen un caso digno de un estudio freudiano. Madrileños de buena burguesía que en su praxis actúan como antiespañoles. Jamás criticarán uno solo de los ataques del Torra xenófobo de turno contra su país, pero saltan airados en cuanto escuchan la palabra 155, como ha hecho esta misma semana Montero en la radio, y abogan por un referéndum que abriría la puerta a quebrar España y que no cabe en nuestra legalidad. Su querencia a pastelear con el separatismo se da además de bruces con su supuesto ideario «progresista». La izquierda, al menos en teoría, aboga por la igualdad, mientras que el nacionalismo es justo la antítesis de tales valores, pues defiende los privilegios de unos sobre otros por motivos identitarios y sentimentaloides.
Este lunes se espera la sentencia sobre el golpe de 2017. De un modo u otro, al instigador Junqueras y compañía les caerá un carro de cárcel, porque jurídicamente no se puede intentar destruir un país a la brava y salir silbando. Pero no lo duden, del chalé de Galapagar emanarán suspiros de plañidera en defensa de los condenados y en el entorno del PSOE no faltarán voces pro indulto. La izquierda es la pierna de la que cojea ante el problema de la unidad de España.